Ish pidió unos huevos frescos, y les dio un dólar por una docena. Al cabo de un cuarto de hora, agotados todos los temas de conversación, volvió a su auto, con gran alivio de sus huéspedes.
Se quedó un momento ante el volante, sumergido en sus pensamientos. Si me quedara aquí, reflexionó, podría ser un verdadero rey. No les haría mucha gracia, pero con la colaboración de los viejos hábitos acabarían por resignarse. Cultivarían mis legumbres, cuidarían mis gallinas, y hasta tendríamos una o dos vacas. Harían, en fin, todo el trabajo. Yo sería verdaderamente un rey, aunque en pequeña escala.
Pero la idea se le borró en seguida, y se puso en marcha pensando que los tres negros habían solucionado mejor que él el problema de la nueva vida. Como un necrófago, él vivía de los despojos de la civilización. Ellos, por lo menos, llevaban una existencia estable y creadora, pegados a la tierra, y satisfacían sus necesidades con el propio trabajo.
De las seiscientas mil especies de insectos, sólo unas pocas docenas advirtieron la desaparición del hombre, y de éstas las únicas condenadas realmente a la extinción fueron las tres especies de parásitos humanos. Tan antigua, si no honorable, era esta asociación que se la había citado para apoyar la teoría del origen único del hombre. Los antropólogos, en efecto, han señalado que aun en las tribus más aisladas el hombre tiene siempre los mismos parásitos, concluyéndose así que estos insectos nos fueron legados por nuestros antepasados, los primeros hombres-monos.
Desde tiempos muy remotos, a través de miles y miles de siglos, estos parásitos se adaptaron cuidadosamente a su universo: el cuerpo del hombre. Formaban tres tribus que tenían como respectivos dominios la cabeza, los vestidos y las partes sexuales. De este modo, a pesar de sus diferencias de raza, observaron los términos tácitos de una alianza tripartita, dando a su anfitrión un ejemplo que él hubiera debido seguir. Pero esa perfecta adaptación al ser humano les quitó la posibilidad de explotar a otro huésped.
La caída del hombre provocó su ruina. Cuando sintieron que el universo se enfriaba, buscaron otro; no lo encontraron y murieron. Billones de criaturas tuvieron así un triste fin.
Pocos lamentos acompañaron el funeral del Homo Sapiens. El Canis familiaris, como individuo, lanzó quizás algunos tristes aullidos; pero como representante de una especie alimentada con azotes y puntapiés, volvió a unirse alegremente a sus hermanos salvajes. Que el Homo Sapiens se consuele sin embargo, pues hubo tres que lo lloraron sinceramente.
Ish llegó al puente que franqueaba el caudaloso río de aguas pardas. Un camión atascado bloqueaba la carretera de Memphis.
Sintiéndose como un niño que desafía alguna prohibición paterna, Ish cruzó a la izquierda de las vías del ferrocarril, y se lanzó a toda velocidad hacia Tennessee por el camino que lleva a Arkansas.
Nadie lo detuvo. Memphis parecía tan desierta como las otras ciudades, pero el viento del sur traía un vaho fétido desde los que habían sido los populosos barrios de Seale Street. Ish decidió olvidar las ciudades sureñas y volvió otra vez al campo.