Descubrió en el cuarto una revista vieja, de seis meses atrás, y leyó una historia donde una pareja de jóvenes enamorados afrontaba uno de los problemas de los tiempos modernos: la escasez de vivienda. Un relato sobre la construcción de las pirámides no hubiera parecido más envejecido. Leyó otros cuentos, pero la publicidad le parecía mucho más divertida. Examinó diez anuncios; ninguno tenía actualidad. No estaban dirigidos a individuos aislados, sino a miembros de un grupo. El mal aliento, por ejemplo, era perjudicial no porque fuera síntoma de una caries o trastornos digestivos, sino porque el atacado del mal sería rechazado por las muchachas en los bailes y ninguna querría casarse con él.
No obstante, el periódico tuvo la virtud de distraerlo. Al mediodía sintió hambre, y cuando miró el hígado, ahora en una cacerola, advirtió que el recuerdo del ternero ensangrentado no era ya una obsesión. Frió una lonja, y comió ávidamente. Tenía simplemente necesidad de carne fresca, concluyó. Princesa participó del festín.
Después de comer, se sintió satisfecho y aliviado. Matar un ternero no era una heroica hazaña, y no podía decirse que ahora se ganaba la comida. Sin embargo, era mejor que abrir una lata de conservas, y más real. Había dejado de dedicarse al pillaje, aprovechando el ejemplo de los negros. Entendía ahora la paradoja de que un acto destructor puede equivaler a un acto creador.
Ish perdió otra vez la noción del tiempo. No viajaba mucho por día, pues llovía frecuentemente, y las carreteras no eran tan rectas y lisas como en el Oeste. Había perdido además el gusto por la velocidad. Se dirigió hacia el noroeste, por entre las lomas de Kentucky, atravesó Ohio, y entró en Pennsylvania.
Ish se alimentaba ahora de maíz verde que cortaba en los campos invadidos por las malezas, y de bayas maduras y frutas que arrancaba de árboles y arbustos. De cuando en cuando encontraba, en alguna huerta, unas plantas de lechuga que los gusanos habían respetado, o zanahorias que no se molestaba en cocinar. Una vez mató un lechón y dos perdices. Otro día, con Princesa encerrada en el coche, pasó dos horas persiguiendo a unos pavos que escapaban cuando estaban a tiro. Al fin, logró acercarse y mató un macho. Unas semanas atrás, el pavo era aún sin duda huésped de un gallinero; pero ahora, acostumbrado a protegerse de los zorros, se había convertido en un verdadero y sagaz habitante de los bosques.
Entre una lluvia y otra, el tiempo era siempre caluroso, e Ish se bañaba desnudo en arroyos y ríos. Como el agua corriente tenía ya mal sabor, bebía de pozos y fuentes, aunque en los grandes ríos, pensaba, las aguas correrían limpias y libres de desperdicios y residuos.
Acostumbrado ya a estudiar ciudades, podía saber en seguida, con alguna certeza, si estaban deshabitadas, o si podría encontrar a uno o dos sobrevivientes. Muy a menudo los bares y almacenes de bebidas habían sido saqueados. Las otras casas, en general, permanecían intactas. De cuando en cuando, sin embargo, algún banco mostraba señales de haber sido asaltado. Alguien había seguido confiando en el dinero. Por las calles erraban a veces cerdos o perros, menos frecuentemente algún gato.