Al acercarse al paso de Yuba se encontró bruscamente con el siniestro. Las llamas se alzaban a ambos lados de la ruta. Decidió ir adelante. La carretera era ancha y se podía pasar sin peligro. Pero tras una curva descubrió que un tronco envuelto en llamas bloqueaba la carretera. El terror que había vivido una mañana en el desierto —parecía que habían transcurrido años— cayó otra vez sobre él. Se sintió desesperadamente solo, incapaz de afrontar una emergencia, recobrarse de un accidente.
Había una única solución: retroceder. Dio marcha atrás bruscamente y se le bloqueó el motor. Al cabo de un rato consiguió ponerse otra vez en marcha, y huyó del fuego.
Ya fuera de peligro, recobró la calma. Decidió probar la carretera 20. Los incendios no la habían perdonado, pero estaban casi extinguidos. Avanzó lentamente, evitando los árboles caídos. Pero cuando llegó a una cima se estremeció al ver detrás de él la extensión del fuego. Había tenido suerte.
Había planeado pasar la noche entre los árboles de la montaña, pero pensando que el fuego podía rodearlo, siguió camino y acampó en la plaza de un pueblo, al pie de unas lomas. No había ni una farola encendida. Se sintió decepcionado, pues esperaba encontrar luces en California. Los incendios habían destruido sin duda las líneas eléctricas, por lo menos en aquella región.
Acostado en el suelo, incómodo, sintiendo el acre olor del humo en la nariz, intentó conciliar el sueño; pero tenía la impresión de haber caído en una trampa. Aunque todos los incendios se hubieran extinguido, los árboles quemados y los desprendimientos de las laderas vecinas debían de haber obstruido el camino de la sierra.
A la mañana, como de costumbre, se sintió más animado. California, si no podía salir, era por lo menos una prisión espaciosa y cómoda, y si era imposible cruzar la sierra, podía tomar la carretera del desierto.
Se preparaba para partir, cuando Princesa, con su acostumbrado espíritu de contradicción, se puso a ladrar y desapareció tras un rastro. Irritado, Ish se resignó a esperarla, y como la perra tardaba en reaparecer, alteró sus planes y pasó la mayor parte del día tendido a la sombra de los árboles, semidesnudo. Reanudó su viaje en las últimas horas de la tarde.
Llegó a la cima de la montaña al anochecer. La bahía se abría en abanico ante sus ojos, con su corona de ciudades. Sonrió al advertir que en las calles había aún muchas luces encendidas. Había olvidado el espectáculo. Las centrales de vapor se habían detenido casi inmediatamente, y las pequeñas fábricas hidroeléctricas no habían funcionado mucho tiempo. Sintió un curioso orgullo: aquellas luces eran quizá las últimas.
Durante un instante se preguntó si no habría sido víctima de una alucinación y se encontraba ahora en una ciudad donde todo funcionaba normalmente.
La larga carretera desierta lo devolvió a la realidad. Las manchas negras indicaban que la electricidad faltaba en algunos barrios. Las luces del puente Golden Gate se habían apagado también. O quizá las ocultaba la niebla que subía de la bahía.
Entró en la avenida San Lupo. Nada parecía haber cambiado. Siempre habrá una avenida San Lupo, pensó, y recordó a los otros sobrevivientes. Él también había decidido refugiarse en un sitio familiar, y regresaba con la fidelidad de una paloma.
Abrió la puerta y encendió la luz. Todo estaba como antes. No esperaba otra cosa, y sin embargo… Sintió una sorda melancolía.
Princesa se lanzó hacia la cocina, resbaló en el linóleo, lanzó un cómico chillido, y se enderezó. Ish la siguió, agradeciéndole la interrupción. La perra olfateaba el zócalo, pero no era posible descubrir qué le interesaba tanto.
Bueno, pensó Ish volviendo a la sala, parece que me he insensibilizado, pero al menos no hay espectadores y no tengo que fingir. Todo esto es consecuencia, sin duda, de tantas pruebas.
La nota que había dejado sobre el escritorio seguía allí, intacta. La tomó, arrugándola, la arrojó a la chimenea, y encendió un fósforo. Titubeó un momento. Al fin acercó la llamita al papel y observó cómo ardía. Otro episodio terminado.