A la mañana siguiente decidió ordenar su vida. La comida, como ya lo había comprobado, no era un problema. Examinó las tiendas del barrio. Las ratas habían destrozado cajas y roído alimentos que cubrían los pisos de baldosas. De pronto, vio en un escaparate cajones de frutas de brillantes colores y legumbres apetitosas y frescas que parecían recién cosechadas. Incrédulo, acercó la cara al vidrio polvoriento. En seguida, primero irritado y luego divertido, descubrió que aquellas naranjas, manzanas, tomates y peras relucientes eran frutos de cartón con que el comerciante había decorado en otro tiempo su vitrina.
Un poco más allá encontró una tienda que, aparentemente, los ratones no habían podido asaltar. Abrió con cuidado una ventana y entró.
El pan no era ya comestible, y los gusanos pululaban en cajas de bizcochos herméticamente cerradas. Pero la fruta seca y todos los alimentos guardados en recipientes de vidrio o latón estaban intactos. Mientras sacaba unos frascos de aceitunas, oyó el zumbido de un motor eléctrico. Abrió la nevera y encontró manteca perfectamente conservada, carne fresca, vegetales congelados. Salió con su botín y cerró cuidadosamente la ventana para evitar, por lo menos, una invasión de ratas.
De regreso a su casa examinó nuevamente la situación. La vida material, y por mucho tiempo, no presentaría dificultades. En las tiendas abundaban los alimentos y las ropas, no había más que servirse. El agua salía aún de los grifos. Ya no había gas, y con otro clima hubiese tenido que conseguir algún combustible. Pero el calentador de querosén le bastaba para cocinar. Encendería la chimenea en invierno, y si eso no bastaba podía recurrir a toda una batería de calentadores. Se sintió tan orgulloso de no necesitar ayuda, que temió transformarse en ermitaño, como el viejo que había encontrado hacía un tiempo.
Al principio, Ish temía morirse de aburrimiento, Pero pronto encontró en qué ocuparse. La fiebre de actividad que había mostrado en el viaje al Este había desaparecido. Dormía mucho. Se pasaba largas horas sentado, con los ojos abiertos, sumido en una profunda apatía. Pero cuando salía de estos estados, sentía miedo, y se lanzaba a la acción con renovado ardor.
Por fortuna, el cuidado de la vida material, aunque poco complicado, le absorbía gran parte del tiempo.
Comía en la casa, y pronto comprendió que si dejaba amontonar los platos las hormigas le aumentaban el trabajo. Por la misma razón llevaba lejos los desperdicios. Alimentaba a Princesa, y cuando la perra olía mal, la bañaba.
Un día, para sacudir la modorra, fue a la biblioteca pública, hizo saltar la cerradura de un martillazo, después de ambular un poco salió, sonriendo, con