En los campos de Pennsylvania el trigo era castaño dorado, y las espigas le llegaban a Ish al hombro. Cuando vio la barrera de peaje apretó con todas sus fuerzas el acelerador y corrió por las curvas a ciento veinte y ciento treinta kilómetros por hora, ebrio de velocidad, sin pensar en el peligro. Entró así en Ohio.
En las ciudades y pueblos ya no había gas, pero Ish había encontrado un calentador de querosén de dos picos. Los días de buen tiempo acampaba en los bosques y encendía una hoguera. Las conservas eran aún su principal alimento, aunque en los campos cosechaba espigas de maíz y, cuando podía, legumbres y frutas.
Le hubiese gustado comer unos huevos, pero las gallinas habían desaparecido completamente, y lo mismo los patos. Comadrejas, gatos y ratas habían exterminado sin duda a aquellas volátiles, que no podían vivir sin protección. Una vez, sin embargo, Ish oyó la ronca llamada de una pintada, y en dos ocasiones vio unas ocas que nadaban en las acequias. Mató una, pero descubrió que era un animal demasiado viejo y duro para una marmita de campamento. Los pavos no faltaban en los bosques, y de cuando en cuando cazaba alguno. Con un perro de caza hubiese podido conseguir, quizás, algunas perdices y faisanes. Princesa se lanzaba a menudo tras el rastro de innumerables conejos, pero nunca traía ninguno. Ish terminó por preguntarse si esos conejos, siempre invisibles, no serían imaginarios.
En los campos abundaba el ganado, pero las labores de carnicero le desagradaban y el tiempo caluroso no invitaba además a comer carne. De vez en cuando se veían unas ovejas. Cuando el camino cruzaba algún terreno pantanoso, debía cuidarse de los cerdos tendidos a la sombra en el fresco cemento. Algunos perros famélicos erraban aún por las ciudades. No se veían muchos gatos pero de noche estallaban a veces coros de maullidos; habían vuelto a sus hábitos nocturnos.
Evitando las grandes ciudades, Ish corría hacia el oeste —Indiana, Illinois, Iowa— y atravesaba campos de trigo, y pueblos soleados y desiertos de día, y oscuros y desiertos de noche. La naturaleza salvaje seguía apoderándose del mundo: aquí, entre las hierbas de una acera asomaba un retoño de álamo; allí, un hilo telefónico cruzaba el camino; más allá, unas huellas de barro revelaban que un coatí había abrevado en la fuente de una plaza, al pie de una estatua a un soldado de la guerra civil.
Encontró otros seres humanos, en parejas o tríos. Las moléculas aisladas se reagrupaban. En general todos se aferraban al lugar donde habían vivido antes del desastre. Nadie manifestó deseos de seguirlo; a veces lo invitaban a quedarse. El ofrecimiento no tentaba a Ish. Aquellas pobres gentes arrastraban una vida corporal, pero le parecían a Ish mentalmente muertas. Había estudiado bastante antropología como para saber que había habido anteriormente otros casos. Un individuo no suele sobrevivir al cuadro de su existencia. Privado de familia, amigos, oficios religiosos, placeres, hábitos, e incluso esperanza, no es más que un cadáver animado.
La catástrofe no había concluido. Un día Ish encontró a una mujer loca. Sus ropas revelaban que había sido rica, pero ahora no era capaz de atender a sus necesidades, y el primer invierno acabaría con ella. Muchos sobrevivientes decían que los suicidas habían sido numerosos.
Pero las emociones y la soledad no habían trastornado de ningún modo a Ish. Se sorprendía a veces. Lo atribuía a su curiosidad, su carácter, la lista de cualidades que había redactado un día y que debían ayudarlo en esta nueva vida.
A veces, sentado en el auto, o ante el fuego, se sentía asaltado por imágenes eróticas. Pensaba en Ann, la neoyorquina, con su belleza rubia, fresca y limpia. Pero Ann era una excepción. En general las mujeres iban desarregladas y sucias, y sólo dejaban su apatía para reír histéricamente. Sin duda, muchas eran asequibles, pero no le inspiraban ningún deseo. Quizá su actitud era un efecto de la catástrofe. Pero no se preocupaba, con el tiempo todo volvería a la normalidad.
En las ardientes llanuras de Nebraska, el trigo seguía en pie. El oro de la espiga estaba oscureciéndose, y los granos empezaban a caer. El año siguiente habría una cosecha espontánea; pero aparecerían también hierbas y malezas que ahogarían el trigo con un espeso manto.
El parque de Estes ofrecía agradables refugios de sombra, después del calor de las llanuras. Ish se quedó allí una semana. Las truchas no habían visto un anzuelo en todo el verano y la pesca era excelente.
Luego vinieron las altas montañas, a las que sucedieron el desierto y las tierras de artemisa. Apretando el acelerador, Ish tomaba rápidamente las curvas de la carretera 40, hacia el paso de Donner.
Cruzó el paso y vio que unas espesas cortinas de humo cubrían los campos. ¿En qué mes estamos?, se preguntó. ¿Agosto? Quizá principios de setiembre. La época de incendios en los bosques. Y no había nadie para combatir el fuego.