Читаем La Tierra permanece полностью

Regresó al coche, y recorrió los pocos kilómetros que lo separaban de la Battery. Allá abajo golpeaba el océano cerrándole el camino.

Quizá en Europa, América del Sur, algunas islas, había grupos de sobrevivientes. Pero él no podía saberlo. En aquella misma costa, hacía trescientos años, había desembarcado su antepasado holandés. Y bien, ahora él cerraba el círculo.

La estatua de la Libertad se alzaba hacia el cielo. Libertad, pensó irónicamente Ish. Me sobra ahora. La dama de la antorcha no había exigido tanto.

Un gran trasatlántico había encallado en la playa, cerca de la isla del Gobernador, empujado sin duda por la marea. Ahora que las aguas se habían retirado, era una masa enorme curiosamente inclinada. Había dejado Europa, con el germen de la enfermedad misteriosa en los flancos, y cargado de pasajeros y tripulantes muertos o moribundos había intentado desesperadamente llegar a puerto, un puerto que no enviaba señales. Ningún remolcador había salido a su encuentro. Quizá no había habido bastantes marineros para echar el ancla, y el capitán, agonizante, con los ojos nublados, había dirigido el barco hacia los bancos de arena. El trasatlántico seguiría allí un tiempo. Las olas cubrirían de limo el casco, y un siglo más tarde, casi invisible, sería una islita coronada de árboles.

Ish dio media vuelta, cruzó la orilla sur, recibió en pleno rostro el hedor que venía del hospital Bellevue, encontró el mismo aire pestilente en los alrededores de la estación Pennsylvania y al fin tomó la Undécima Avenida, hacia el norte. En la Riverside advirtió que el sol se ponía detrás de las chimeneas apagadas de Jersey. Se preguntaba dónde pasaría la noche, cuando oyó una voz que llamaba:

—¡Eh, aquí!

Princesa estalló en furiosos ladridos. Ish frenó y miró hacia atrás. Un hombre salía de un edificio. Ish descendió yendo a su encuentro. Princesa se quedó adentro, ladrando.

El hombre avanzaba con la mano extendida. Era una figura convencional, de la cabeza a los pies. Bien afeitado, con traje de verano y la chaqueta puesta. Ni joven ni viejo, de vientre un poco abultado. Sonreía amablemente. Ish casi esperaba oír la fórmula ritual del comerciante: «¿Qué desea, señor?».

—Me llamo Abrams —respondió el hombre—. Milt Abrams.

Ish acertó apenas a mascullar su propio nombre. Casi lo había olvidado. Hechas las presentaciones, Milt Abrams lo hizo entrar en la casa y lo llevó a unas agradables habitaciones del segundo piso. Una rubia de unos cuarenta años, bien vestida, casi elegante, estaba sentada junto a una mesa de cóctel, con una coctelera al alcance de la mano.

—Le presento a la señora… —empezó a decir Abrams, e Ish comprendió en seguida el porqué del titubeo. La catástrofe debería haber dejado con vida a muy pocas parejas, y desde entonces no había habido oportunidad para ceremonias matrimoniales. Milt Abrams tenía bastantes prejuicios como para que eso lo turbara.

La mujer dedicó a Ish una sonrisa que desconcertó aún más a Milt.

—Llámeme Ann —dijo—. ¿Quiere tomar algo? ¡Martinis calientes, no puedo ofrecerle otra cosa! ¡Ni pizca de hielo en toda Nueva York!

A su modo, la mujer era tan típicamente neoyorquina como Milt.

—Se lo repito continuamente —dijo Milt—: No bebas eso. El martini caliente es un veneno…

—Pasar todo el verano en Nueva York sin una pizca de hielo… —se quejó Ann.

Parecía no obstante que a pesar de su desagrado había consumido ya varios martinis calientes.

—Le ofreceré algo mejor —declaró Milt. Abrió un armario y exhibió un estante con botellas de amontillado, coñac Napoleón, y selectos licores—. Estos no necesitan hielo —comentó.

Milt era, evidentemente, un buen catador. A la hora de la cena abrió una botella de Chateau-Margaux.

El Chateau-Margaux exigía algo más que carne en conserva. Pero el vino corría liberalmente, e Ish se hundió en una ligera y feliz embriaguez. Ann parecía a aquellas horas bastante mareada.

La velada pasó agradablemente. Los tres jugaron al bridge, a la luz de unas velas. Bebieron licores. Escucharon discos en un fonógrafo portátil que no necesitaba de energía eléctrica. Cambiaron las frases comunes de tres personas reunidas en una mesa de juego:

—Ese disco chirría.

—No he hecho aún una baza…

—Tomaría otra copa…

La comedia estaba bien interpretada. Nadie insinuaba que detrás de los vidrios no hubiese un mundo; se jugaba a las cartas a la luz de las velas porque era más divertido; no había recuerdos ni alusiones inconvenientes. Ish comprendió que así era mejor. La gente normal, y Milt y Ann eran ciertamente normales, no se interesaba mucho en el lejano pasado o el lejano futuro. Vivía sobre todo en el presente.

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