Читаем La Tierra permanece полностью

Nada escapaba a sus exploraciones. Ish se convirtió muy pronto en una furibunda y escrupulosa ama de casa, pues la más minúscula partícula de comida o aun una mosca muerta atraía inmediatamente una columna de tres centímetros de ancho. Se paseaban como pulgas por el pelaje de Princesa, pero no la picaban. Las descubrió en sus propias ropas. Una madrugada despertó con una horrible pesadilla y descubrió un cortejo de hormigas que le cruzaba la cara. No pudo saber qué las había atraído.

Pero la casa era sólo una tierra extranjera, abierta a sus incursiones. Las fortalezas de los hormigueros se alzaban afuera, en todas partes. Si Ish daba vuelta un terrón, miles de hormigas surgían de galerías subterráneas. Era posible que acabasen con todos los otros insectos, al quitarles los medios de subsistencia. Trajo de una droguería formol y DDT y convirtió la casa en una isla fortificada. Las invasoras no se arredraron. Muchas morían sin duda en el campo de batalla, pero algunos millones más o menos no era una gran diferencia. Intentó calcular cuántas hormigas habría en el barrio y llegó a unas increíbles cifras astronómicas. ¿No tenían enemigos naturales? ¿Seguirían multiplicándose? Desaparecido el hombre, ¿heredarían la tierra?

No. Al fin y al cabo eran las mismas atareadas hormiguitas que habían puesto a prueba a las pacientes amas de casa californianas. Hizo algunas investigaciones y descubrió que la plaga no se extendía mucho más allá de los límites ciudadanos. Como los perros, los gatos, las ratas, estas hormigas eran también animales domésticos, que dependían del hombre. Este pensamiento lo animó. Si sólo le hubiera preocupado su comodidad, se habría ido, pero prefería, aun a costa de ciertos inconvenientes, observar qué ocurría.

Luego, una mañana, no más hormigas. Miró atentamente a su alrededor, y no descubrió una sola. Dejó unas migas en el piso y fue a sus ocupaciones. Cuando volvió, el festín seguía intacto. Sorprendido, presintiendo que había ocurrido algo insólito, salió al jardín. Dio vuelta un terrón y no vio la agitación habitual. Siguió buscando. Aquí y allá encontró algunos ejemplares que vagaban aturdidos, pero eran tan pocos que hubiese podido contarlos. Sin embargo, no había cadáveres. Las hormigas habían desaparecido como por arte de encantamiento. Si hubiera conocido la estructura de los hormigueros, habría podido descubrir quizá sus cementerios. Lamentó su ignorancia y se resignó a no enterarse.

Nunca resolvió el misterio, pero adivinaba la verdad. Cuando una especie se propaga demasiado, es casi siempre víctima de algún cataclismo. Era posible que las hormigas hubiesen agotado los víveres que habían permitido su crecimiento. Aunque quizá fuera más probable que las hubiese atacado alguna enfermedad. En los días siguientes, sintió, o creyó sentir, un hedor débil, pero penetrante, que atribuyó a la descomposición de aquellos millones de cadáveres.

Tiempo después, después de una jornada dedicada a la lectura, sintió hambre. Fue a la cocina y buscó en la nevera un poco de queso. Miró casualmente el reloj eléctrico y se sorprendió. Las nueve y treinta y siete. Creía que era más tarde. Mientras volvía a la sala, masticando el primer bocado de queso, consultó su reloj de pulsera: las agujas señalaban las diez y nueve minutos. Al fin el viejo reloj se ha descompuesto, pensó. No era raro. Recordó cómo se había sorprendido al llegar después de la catástrofe y ver que las manecillas se movían.

Retomó el libro. Un viento del norte con un acre olor a humo sacudía las ventanas. Pero el olor no le llamaba la atención. Muy a menudo el humo de los bosques incendiados era negro y espeso como una nube de tormenta. Al cabo de un rato parpadeó y acercó los ojos a la página. Este humo me hace lagrimear, pensó. Casi no veo. Acercó el libro a los ojos y le pareció que toda la habitación se oscurecía. Con un sobresalto se volvió hacia la lámpara eléctrica, sobre la mesa de bridge.

En seguida, se levantó de un salto, con el corazón palpitante, y salió al porche. Miró la amplia perspectiva de la ciudad. Las luces brillaban aún en las calles. La guirnalda de globos amarillos seguía encendida en el puente, y en lo alto de los pilones parpadeaban las luces rojas. Miró con más atención. Las luces parecían menos brillantes que de costumbre. ¿Sería efecto de su imaginación? ¿O las velaba la humareda? Volvió a su sillón y trató de leer para olvidar sus temores.

Pero en seguida parpadeó otra vez. Miró la lámpara, perplejo. Y recordó de pronto el reloj de la cocina. Bueno, pensó, era inevitable.

En el reloj de pulsera eran ahora las diez cincuenta y dos. Fue a la cocina. El reloj indicaba las diez y catorce. Sacó cuentas rápidamente. El resultado confirmaba sus temores. El reloj eléctrico había atrasado seis minutos en tres cuartos de hora.

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