Sabía que el reloj de pared marchaba con impulsos eléctricos: una frecuencia de sesenta por minuto. Ahora estos impulsos se habían espaciado. Un técnico hubiera calculado fácilmente la frecuencia actual. Él hubiese podido hacerlo también, pero no le serviría de nada. Se sintió de pronto descorazonado. El sistema eléctrico se deterioraría cada vez más rápidamente.
Regresó a la sala. Esta vez era indiscutible. La luz había palidecido. Las sombras invadían los rincones de la habitación.
Las luces se apagan. Las luces del mundo, pensó, y conoció el terror de un niño abandonado en la oscuridad.
Princesa dormitaba en el piso. La disminución de la luz no la molestaba, pero se le contagió la inquietud de su amo y se incorporó gimiendo.
Ish salió otra vez al porche. De minuto en minuto, las largas guirnaldas de luces eran menos y menos claras, más y más amarillentas. El viento apresuraba aquella muerte, cortando aquí unos cables, interrumpiendo allá un circuito. El fuego que se extendía por las lomas vecinas quemaba las líneas, y hasta quizás alguna central.
Al cabo de un momento las luces dejaron de palidecer y se mantuvieron en un vago resplandor. Ish regresó a la sala, y acercando otra lámpara pudo leer cómodamente. Princesa volvió a su sueño. A pesar de la hora, Ish no tenía deseos de acostarse. Era como si estuviese velando el cadáver de su más caro y viejo amigo. «Hágase la luz. Y la luz se hizo», recordó. Parecía que el mundo hubiera llegado al otro extremo de su historia.
Poco después fue a mirar el reloj. Se había parado. Las dos agujas en lo alto del cuadrante señalaban las once y cinco.
Las manecillas del reloj de pulsera, en cambio, habían pasado la medianoche. Las luces se extinguirían totalmente dentro de unas pocas horas, o se mantendrían así algunos días.
Ish no se decidía a acostarse. Trató de leer y al fin se quedó dormido en el sillón.
Cuando Ish despertó, las lámparas apenas alumbraban. Los filamentos eran de un rojo anaranjado. En la habitación reinaban las sombras.