Princesa, que volvía de una de sus expediciones, apareció de pronto y se lanzó hacia la desconocida con frenéticos ladridos. La cabra bajó la cabeza y la amenazó con los cuernos. Princesa no era un animal combativo y saltando hacia un costado corrió hacia su protector. La cabra dio una dentellada al seto.
Algunos minutos más tarde Ish la vio pasearse por la acera como si toda la avenida San Lupo le perteneciese. ¿Y por qué no?, pensó. Quizás así es. El mundo cambia de amos.
Cuando la lluvia lo retenía en la casa, la mente de Ish se volvía hacia la religión, como el día en que había visitado la catedral. Hojeaba frecuentemente la voluminosa Biblia que su padre había cubierto de anotaciones. Los Evangelios lo decepcionaron, probablemente porque trataban de los problemas del hombre en la sociedad. «Dad al César…» Era una orden superflua, pues no había ni siquiera un inspector de tributos que representara al César.
«Vended vuestros bienes y repartid el dinero entre los pobres… Haz a otros lo que deseas te hagan a ti… Ama a tu prójimo como a ti mismo.» Todos esos preceptos sólo podían aplicarse a multitudes. En ese mundo reducido a su más simple expresión, un fariseo o un saduceo hubiesen podido cumplir aún los ritos de una religión formalista; pero, basada en la caridad, la doctrina cristiana carecía ahora de sentido.
Retrocedió al Antiguo Testamento, comenzó por el Eclesiastés, y lo encontró más actual. El viejo, el predicador, Cohelet lo llamaban en una nota al pie de página, tenía el arte de pintar con crudeza y realismo la lucha del hombre contra el universo. A veces, sus palabras se aplicaban exactamente a Ish. «Y que el árbol caiga hacia el sur o el norte, allí quedará.» Ish recordó aquel tronco de Oklahoma que cerraba la carretera 66. Más adelante leyó: «Más vale vivir acompañado que solo, pues si uno cae, el otro puede levantar al compañero, pero desgraciado de aquel que cae y está solo». E Ish recordó su terror cuando se sintió solo, sin nadie que pudiera ayudarlo en caso de accidente. Leyó sin descanso, maravillado ante aquella comprensión realista, y aun clarividente, de las leyes del universo. Hasta encontró esta frase: «Muerde la serpiente cuando no está encantada».
Llegó al final del primer capítulo y sus ojos se posaron en unos versículos del
Se agitó nerviosamente. En el curso de aquellos largos meses, se había sentido así en muy raras ocasiones. Comprendía ahora, otra vez, que el desastre lo había afectado más de lo que imaginaba. Así, en las antiguas leyendas de encantamientos, un rey miraba pasar el cortejo de la vida sin poder unirse a él. Otros hombres habían buscado una solución al problema. Aun aquellos que habían buscado la muerte en el alcohol habían participado de algún modo de la vida. Pero él, el observador, había rechazado la vida.
¿Y qué era la vida? Millones de hombres se habían hecho la misma pregunta. Cohelet, el predicador, no había sido el primero. Y todos habían encontrado una respuesta diferente. Salvo aquellos para quienes la pregunta no tenía respuesta.
Él, por ejemplo, Isherwood Williams, era una rara fusión de deseos y reacciones, realidades y quimeras. Afuera se extendía la vasta ciudad desierta, donde la lluvia golpeaba las largas avenidas solitarias, ya en las sombras del crepúsculo. Y entre los dos, el hombre y el mundo, había un raro e invisible vínculo. Cambiaba uno, y cambiaba el otro.
Era aquélla una vasta ecuación de varios términos y dos grandes incógnitas. De un lado estaba Ish, llamémosle X, y del otro Y, el mundo y sus pertenencias. Y las dos incógnitas buscaban un equilibrio que sólo se alcanzaba en la muerte. Éste era probablemente el pensamiento del desilusionado Cohelet cuando escribía: «Los vivos saben que morirán, pero los muertos nada saben». Mas de este lado de la muerte el equilibrio era siempre inestable. Si X cambiaba, si alguna glándula afectaba su humor, si Ish se sentía conmovido, o simplemente se aburría, hacía un gesto; y ese gesto modificaba la ecuación, aunque fuera ligeramente, estableciendo un provisorio equilibrio. Si, al contrario, cambiaba el mundo, si una catástrofe destruía la raza humana, o más simplemente, si la lluvia dejaba de caer, Ish, es decir X, se transformaba también, y nuevos actos ordenaban un nuevo y precario equilibrio. ¿Quién podía decir cuál de las incógnitas se imponía a la otra?
Casi inconscientemente dejó el sillón, y comprendió que ese movimiento traducía su inquietud. El equilibrio de la ecuación se había roto, y él se había levantado para restablecerlo. Pero su estado de ánimo cambiaba también el mundo. Princesa, arrancada de su sueño, dio un salto y corrió por la sala. Ish oyó que la lluvia golpeaba con más fuerza los vidrios. Alzó los ojos al cielo. Así se le presentaba el mundo, obligándolo a actuar. Fue a la cocina a preparar la cena.