Ish se agitó en sueños y despertó, lentamente. Tenía frío. La otra incógnita de la ecuación ha cambiado, pensó, y se cubrió con una manta. Oh, hija de reyes, murmuró soñadoramente, tus pechos son… Y se durmió otra vez.
A la mañana la casa estaba helada. Se puso un chaleco de lana mientras preparaba el desayuno. Pensó en encender la chimenea, pero el frío parecía haberlo reanimado y decidió que ese día no se quedaría en la casa.
Después del desayuno salió al porche y admiró la escena. Lavado por la lluvia, el cielo era más limpio. El viento había amainado. A varios kilómetros de distancia, los pilones rojos del Golden Gate, sobre el fondo del cielo azul, casi parecían al alcance de la mano. Ish se volvió hacia el norte para mirar el pico de Tamalpais y se sobresaltó. Entre la montaña y él, a orillas de la bahía, se alzaba una delgada cinta de humo. Quizás aquella columna se había elevado cien veces sin que él pudiera verla en la atmósfera de humo y brumas. Ahora era una señal.
Sí, el fuego podía ser espontáneo. Anteriormente, otras columnas de humo habían atraído inútilmente a Ish. Sin embargo, el diluvio de los días pasados tenía que haber apagado los incendios.
De todos modos, este humo no estaba a más de tres kilómetros, e Ish pensó en meterse en seguida en el coche e ir a investigar. En el peor de los casos, sólo perdería unos minutos, y el tiempo sobraba. Pero un recuerdo lo detuvo. Había intentado ya acercarse a otros hombres y siempre había fracasado. Sintió uno de aquellos accesos de salvajismo, tan frecuentes en otra época, cuando la perspectiva de un baile lo hacía transpirar. Buscó algún pretexto. Así hacía antes: alegaba un trabajo urgente o se enfrascaba en un libro en vez de ir al baile.
¿Robinsón Crusoe deseaba realmente dejar la isla desierta donde era monarca absoluto? La pregunta no era nueva. Y aunque Robinsón amara la sociedad humana, ¿por qué él, Ish, debería parecérsele? Quizá él amaba su isla. Quizá temía los lazos humanos.
Casi con miedo, como si huyera de una tentación, llamó a Princesa, subió al coche, y salió en dirección opuesta.
Durante horas erró sin rumbo por las montañas. Los efectos de la lluvia eran ya evidentes. No se podía saber con claridad dónde terminaba la carretera y donde empezaban los campos. Los vientos del otoño habían hecho caer las hojas. En el cemento se veían algunas ramas muertas. El agua había arrastrado barro. A lo lejos, oyó, o creyó oír, los ladridos de una jauría. Pero los perros no aparecieron, y en las primeras horas de la tarde volvió a la casa. Del lado de las montañas, ningún humo rayaba el cielo. Sintió cierto alivio, pero también una gran decepción.
La otra incógnita de la ecuación había cambiado, y él había respondido huyendo. El hilo de humo reaparecería quizá a la mañana siguiente, pero no era seguro. O quizá aquel ser humano, quien quiera que fuese, había pasado simplemente por la ciudad, y no volvería.
En las primeras horas del crepúsculo miró otra vez y vio una luz débil, pero inconfundible. No vaciló. Llamó a Princesa, saltó al coche, y fue hacia la señal.
Marchaba lentamente. La ventana iluminada parecía mirar a su porche. Los árboles la habían ocultado, hasta que cayeron las hojas. Pero cuando Ish se alejó unos metros, la luz desapareció. Erró media hora a la aventura; al fin volvió a verla, descendió lentamente la calle y pasó ante la casa. Las persianas estaban bajas, pero algunos rayos de luz llegaban a iluminar la acera. Parecía la luz de una lámpara de petróleo.