Читаем La Tierra permanece полностью

Los titulares revelaban lo esencial. Una epidemia desconocida que se propagaba con una velocidad sin precedentes, llevando la muerte a todas partes, había devastado los Estados Unidos, de costa a costa. Las cifras recogidas en algunas ciudades, y de valor relativo, indicaban que había muerto del 25 al 35 por ciento de la población. No había noticias de Boston, Atlanta y Nueva Orleáns. Los servicios informativos de esas ciudades parecían interrumpidos. Examinó rápidamente el resto del diario, obteniendo así una impresión general, aunque muy confusa. Por los síntomas, la enfermedad parecía un sarampión… un sarampión mortal. Nadie conocía sus orígenes. El ir y venir de los aviones la había hecho aparecer casi simultáneamente en los centros más importantes, desbaratando todo intento de cuarentena.

En una entrevista, un célebre bacteriólogo señalaba que la posibilidad de nuevas enfermedades preocupaba desde hacía mucho a los hombres de ciencia. En el pasado había habido ejemplos curiosos, aunque de escasa importancia, como la fiebre inglesa y la fiebre Q. En cuanto a su origen, tres hipótesis eran posibles: alguna enfermedad animal; algún microorganismo nuevo, un virus posiblemente producido por mutación; un accidente —quizá provocado— en un laboratorio de guerra bacteriológica. Esto último, parecía, era la creencia popular. Se presumía que el aire mismo transmitía la enfermedad, posiblemente con las partículas de polvo. El aislamiento del enfermo no servía de nada.

En una entrevista telefónica un viejo y un hosco sabio inglés había comentado: “Durante varios miles de años el hombre ha desarrollado su estupidez. No derramaré una lágrima sobre su tumba.” En el otro extremo, un crítico americano igualmente hosco había dicho: “Sólo la fe nos puede salvar ahora; yo me paso las horas rezando.”

Se señalaban algunos saqueos, sobre todo de licorerías. En general, sin embargo, el miedo había ayudado a mantener el orden. En Louisville y Spokane los incendios barrían la ciudad, pues no había bomberos.

Aun en aquella edición que (los periodistas no podían haberlo ignorado) sería la última, se habían incluido algunas noticias pintorescas. En Omaha un fanático había corrido desnudo por las calles, anunciando el fin del mundo y la apertura del Séptimo Sello. En Sacramento, una loca había abierto las jaulas del circo, temiendo que los animales muriesen de hambre, y había sido devorada por una leona. Seguía una nota de mayor interés científico. Según el director del zoológico de San Diego, los monos morían como moscas, pero los otros animales no estaban afectados.

Ish sintió que desfallecía ante aquel cúmulo de horrores. Su soledad lo aterraba. Sin embargo, siguió leyendo, como hipnotizado.

La civilización, la raza humana… había desaparecido, por lo menos, elegantemente. Muchos habían escapado de las ciudades, pero los otros —y de acuerdo con aquellas noticias de la semana anterior— no habían sido arrastrados por el pánico. La civilización se había batido en retirada, pero cargando con sus heridos, y sin dejar de defenderse. Los médicos y las enfermeras habían seguido en sus puestos, y muchos miles se habían ofrecido como voluntarios. Ciudades enteras habían servido de hospitales y puntos de concentración. Había cesado todo comercio, pero los alimentos se distribuían aún, como en una ciudad sitiada. Aunque la población había disminuido en una tercera parte, el servicio telefónico, el agua, la luz y la energía eléctrica seguían funcionando. Para evitar ciertos horrores, que hubiesen llevado a una completa desmoralización, los muertos debían enterrarse inmediatamente en fosas comunes. Ish llegó a la última línea y volvió a releerlo todo con más cuidado. Le sobraba tiempo. Luego salió y se sentó en su coche. No había ningún motivo, reflexionó, para que se sentara en su propio coche y no en otro cualquiera. Los derechos de propiedad habían desaparecido, y sin embargo se sentía allí más cómodo. El perro gordo volvió a pasar por la calle, pero Ish no lo llamó. Se quedó allí un rato, ensimismado. Apenas podía pensar; la mente le daba vueltas y vueltas, sin llegar a ninguna parte.

Caía ya la tarde, cuando encendió el motor y llevó el coche calle abajo, deteniéndose de cuando en cuando a tocar la bocina. Dobló por una calle lateral, y dio una vuelta al pueblo, llamando regularmente. Pasó así un cuarto de hora y se encontró otra vez en el punto de partida. No había visto a nadie, ni había recibido ninguna respuesta. Había encontrado cuatro perros, algunos gatos, varias gallinas desperdigadas, una vaca que pacía en un solar vacío con un pedazo de cuerda en el pescuezo, y una rata que husmeaba en un umbral.

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