Читаем La Tierra permanece полностью

En la amplia calzada, por donde nadie pasa ahora, hay muy pocos cambios: sólo unas pocas grietas y asperezas. Arrastrado por el viento, el polvo se ha depositado en las rendijas y rincones, y allí crecen las hierbas y el musgo.

La estructura interior del puente está intacta. La herrumbre ha roído apenas la capa protectora. En el lado oeste, durante las tempestades, las olas golpean los despintados pilones de acero, y la sal acelera la obra de la corrosión. Un ingeniero, si hubiera ingenieros, menearía la cabeza y ordenaría el cambio de algunas piezas.

Pero nada más. En la resistente estructura del puente, la civilización desafía aún los ataques del mar y el aire.


Ish salió de su ensueño y fue a afeitarse. El limpio contacto del acero era agradable y estimulante a la vez. Animado por las perspectivas del día, trazó sus planes. Haría que se reanudase el trabajo en los pozos. Dirigiría los preparativos de la expedición al interior, como el presidente Jefferson, que había aconsejado a Lewis y Clark. Intentaría poner en marcha un coche. Quizá, pensó alegremente, tomarían otra vez el camino —en el sentido literal, pero también en el sentido figurado—, un camino que llevaba al renacimiento de la civilización.

Acabó de afeitarse, pero la operación había sido muy agradable. Se enjabonó otra vez y se repasó las mejillas… Ahora los treinta y tantos miembros de la Tribu tenían en sus manos el germen del porvenir. Eran gente común, no muy inteligentes, pero honestos. Los de mayor edad, a pesar de sus imperfecciones, eran realmente ejemplares notables; pues, al fin y al cabo, habían sido sacados al azar de una enorme arca humana. Ish los examinó otra vez, uno a uno, y al fin se consideró a sí mismo. ¿Qué era él entre los otros?

Sí, recordaba, hacía muchos años, en aquella misma casa, había hecho una lista de sus aptitudes, las que podían ser más útiles en la nueva vida. Había anotado, con satisfacción y entre otras cosas, que lo habían operado de apendicitis. Se alegraba aún, aunque ninguno de sus compañeros tuviese dificultades con el apéndice.

Pero otras características habían dejado de ser una ventaja. Por ejemplo, su amor a la soledad. Ya no parecía más una virtud, y hasta quizás era un vicio. Aunque él, Ish, había cambiado en el curso de los años. Si hiciese otra vez la lista, no sería la de antes. Había leído mucho, y había aprendido mucho. Y algo más importante, había vivido con Em y era ahora padre de familia. Había madurado y envejecido. Tenía más voluntad que George y Ezra. Si se presentaba alguna dificultad, recurrían a él. Sólo él pensaba en el futuro.

Desmontó la máquina de afeitar, sacó la hoja y la echó en un cajón del botiquín. Nunca utilizaba dos veces la misma hoja, había miles y la economía aquí no contaba. Y sin embargo, como en otros tiempos, no sabía qué hacer con las hojas usadas. Recordaba viejos chistes con este tema. Era raro que una pequeñez semejante persistiera después de tantos cambios.

Después del desayuno, Ish fue a ver a Ezra. Se sentaron en los escalones del porche. Pronto llegaron otros. Se habló de una cosa y otra, se hicieron bromas, que entre los jóvenes terminaban a golpes. De común acuerdo, todos decidieron concluir el trabajo, pero nadie mostró mucha prisa. Esta demora irritó a Ish, especialmente cuando George, con su parsimonia habitual, recordó el viejo asunto de la nevera.

Al fin, Ezra y los tres jóvenes, escoltados por una tropa de niños y niñas, se encaminaron al lugar del trabajo. De pronto, como arrastrados por un entusiasmo frenético, todos, incluso Ezra, echaron a correr. Ish vio que Evie corría también, con el rubio cabello al viento. No supo quién había ganado la carrera, Pero pronto la tierra empezó a volar a un lado y a otro. Ish se sentía entre inquieto y divertido. Los miembros de la Tribu confundían siempre el juego con el trabajo. Él pensaba que no era posible lograr ningún resultado sin un esfuerzo penoso. Media hora más y aquel ardor se enfriaría; los golpes de pico se harían más lentos. Luego, primero los niños, los padres después, todos buscarían una ocupación más agradable.


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