Ish y George se habían quedado solos en el porche de Ezra. Ish adivinó que George se preparaba a hablar. Es raro, pensó, en general la gente no hace una pausa hasta que ha dicho algo. George hace una pausa antes de hablar.
—Y bien —dijo George, e hizo otra pausa—. Y bien, buscaré unos tablones… para las paredes de los pozos… cuando sean más profundos.
—Perfecto —aprobó Ish.
George haría su trabajo. En los viejos días había adquirido el hábito del trabajo, y quizá nunca había jugado realmente.
George fue a buscar sus tablones, e Ish se unió a Dick y Bob, que habían estado preparando los perros.
Los dos jóvenes lo esperaban ante su puerta con tres cochecitos, listos para partir. En uno de los carruajes asomaba el cañón de un rifle.
Ish reflexionó un momento. ¿No olvidaba nada? Le parecía que le faltaba algo.
—Oye, Bob —dijo—, ve a buscar mi martillo, ¿quieres?
—¿Para qué?
—No sé. Puede servir para abrir una puerta.
—Un ladrillo bastaría —objetó Bob, pero obedeció.
Ish tomó el rifle y revisó el cargador. Nadie se alejaba de las casas sin un arma. Había pocas probabilidades de tropezar con un toro enfurecido o una osa con su cría, pero era mejor ir prevenido. A veces Ish despertaba sobresaltado en medio de la noche recordando la vez que lo habían perseguido los perros.
Bob llegó con el martillo y se lo dio a su padre. Ish lo tomó por el mango y sintió en seguida una rara sensación de seguridad. El peso de la herramienta, el viejo martillo que había descubierto poco antes que lo mordiera la serpiente, era tranquilizador. Ish pensaba a veces en ponerle un mango nuevo. Aunque hubiera podido buscar también otro martillo. En realidad la herramienta no era muy práctica. Lo empleaba, por tradición, todos los años para grabar los números en la roca, pero aun entonces hubiera sido más útil un martillo más liviano.
Echó el martillo en el coche, a sus pies, y le pareció que todo estaba bien ahora.