Читаем La Tierra permanece полностью

Para el hombre primitivo, perseguir al ciervo, acurrucarse en el pantano a esperar la bandada de patos, arriesgar la vida en los despeñaderos, refugio de las cabras, cercar al jabalí en los bosques… no era trabajo, a pesar del sudor, la respiración jadeante, y la fatiga. Lo mismo para las mujeres dar a luz, errar por los bosques en busca de fresas y hongos, alimentar el fuego a la entrada de la caverna.

Pero el canto, la danza, el amor no eran juegos. Con los cantos y danzas aplacaban los espíritus de las aguas y el bosque. Y el amor, con la protección de los dioses, aseguraba el futuro de la tribu. Así en los primeros días de la tierra, trabajo y juego se confundían, y una misma palabra los designaba.

Pero los siglos sucedieron a los siglos, y hubo cambios y transformaciones. El hombre creó la civilización, y sintió un inmenso orgullo. Y uno de los primeros cuidados de la civilización fue el de separar el trabajo del juego. Esta división fue pronto más profunda que la anterior entre el sueño y la vigilia. Desde entonces el sueño fue sinónimo de descanso, y «dormirse en el trabajo», una horrible falta. El timbre del reloj registrador y el clamor de la sirena —más que el ademán de encender la luz y apagar el reloj despertador— señalaron las dos partes de la vida humana. Los obreros declararon huelgas, tiraron piedras, recurrieron a la dinamita para desplazar una hora y hacerla pasar de una categoría a otra. Y el trabajo se hizo cada vez más penoso y detestable, y el juego, más artificial y febril.


Ish y George se habían quedado solos en el porche de Ezra. Ish adivinó que George se preparaba a hablar. Es raro, pensó, en general la gente no hace una pausa hasta que ha dicho algo. George hace una pausa antes de hablar.

—Y bien —dijo George, e hizo otra pausa—. Y bien, buscaré unos tablones… para las paredes de los pozos… cuando sean más profundos.

—Perfecto —aprobó Ish.

George haría su trabajo. En los viejos días había adquirido el hábito del trabajo, y quizá nunca había jugado realmente.

George fue a buscar sus tablones, e Ish se unió a Dick y Bob, que habían estado preparando los perros.

Los dos jóvenes lo esperaban ante su puerta con tres cochecitos, listos para partir. En uno de los carruajes asomaba el cañón de un rifle.

Ish reflexionó un momento. ¿No olvidaba nada? Le parecía que le faltaba algo.

—Oye, Bob —dijo—, ve a buscar mi martillo, ¿quieres?

—¿Para qué?

—No sé. Puede servir para abrir una puerta.

—Un ladrillo bastaría —objetó Bob, pero obedeció.

Ish tomó el rifle y revisó el cargador. Nadie se alejaba de las casas sin un arma. Había pocas probabilidades de tropezar con un toro enfurecido o una osa con su cría, pero era mejor ir prevenido. A veces Ish despertaba sobresaltado en medio de la noche recordando la vez que lo habían perseguido los perros.

Bob llegó con el martillo y se lo dio a su padre. Ish lo tomó por el mango y sintió en seguida una rara sensación de seguridad. El peso de la herramienta, el viejo martillo que había descubierto poco antes que lo mordiera la serpiente, era tranquilizador. Ish pensaba a veces en ponerle un mango nuevo. Aunque hubiera podido buscar también otro martillo. En realidad la herramienta no era muy práctica. Lo empleaba, por tradición, todos los años para grabar los números en la roca, pero aun entonces hubiera sido más útil un martillo más liviano.

Echó el martillo en el coche, a sus pies, y le pareció que todo estaba bien ahora.

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