Se preguntó si el principio se aplicaría a los hombres tanto como a las máquinas.
Los acumuladores, naturalmente, estaban descargados, pero este problema podía solucionarse fácilmente. Ordenó a los muchachos que quitaran el aceite y pusieran otro más liviano.
Luego subió a un cochecito y se alejó. Media hora más tarde traía acumuladores nuevos. Los instaló y giró la llave de contacto con los ojos fijos en la aguja del amperímetro. La aguja no se movió. Quizá los cables estaban rotos.
Golpeó con la punta de los dedos el amperímetro, y la aguja, tanto tiempo inmóvil, saltó de pronto, osciló, más allá de
Buscó el botón de arranque.
—Bueno, muchachos —dijo—, ahora la prueba principal. Ver cómo funciona la batería.
Los muchachos sonrieron, inexpresivamente; nunca habían oído aquella palabra. Ish apretó el botón de arranque. Se oyó un gruñido. Y luego el zumbido del motor, cada vez más rápido.
El depósito de gasolina estaba casi vacío, como en todos los otros coches. Quizá los tanques no eran realmente impermeables, o bien la gasolina escapaba por el carburador. Ish lo ignoraba.
Encontraron un surtidor de gasolina y echaron veinte litros en el depósito. Ish reemplazó las bujías. Cebó el carburador, orgulloso de su habilidad. Luego se sentó ante el tablero, hizo girar la llave de contacto y apretó el botón de arranque.
El motor zumbó, en un tono cada vez más agudo, y al fin con un rugido volvió a la vida.
Los muchachos gritaron. Ish pisaba complacido el acelerador. Se sentía orgulloso de esta victoria del mundo civilizado, del trabajo honesto y consciente de los mecánicos e ingenieros que habían creado un motor que aún funcionaba después de veintiún años.
Pero cuando se agotó la gasolina del carburador, el motor se detuvo bruscamente. Lo cebaron y lo pusieron en marcha varias veces, y al fin la vieja bomba succionó gasolina del depósito y el motor funcionó sin detenerse. Los neumáticos eran ahora la mayor dificultad.
En el salón de ventas había una barra metálica horizontal de donde colgaban varios neumáticos. Pero al cabo de tanto tiempo, su mismo peso los había deformado, y el caucho conservaba la impresión de la barra. Podrían servir durante varios kilómetros, pero no para largos trayectos. Ish separó los mejor conservados, pero aun en éstos el caucho se había agrietado y endurecido, perdiendo toda elasticidad.
Con la ayuda de un gato, levantaron una rueda. Sacarla no fue tarea fácil, pues las tuercas estaban herrumbradas.
Bob y Dick no estaban acostumbrados a manejar herramientas, y el pequeño e inquieto Joey era más un estorbo que una ayuda. Aun en los viejos días, Ish sólo había desmontado una rueda en una o dos oportunidades, y había perdido la mano, si la había tenido alguna vez. Tardaron mucho tiempo en sacar el primer neumático. Bob se despellejó un nudillo, y Dick se arrancó la mitad de una uña. Poner el neumático fue aún más difícil, a causa de la rigidez del caucho. Al fin, agotados y exasperados, concluyeron la tarea.
Mientras descansaban, triunfantes pero sin fuerzas, Ish oyó que Joey lo llamaba desde el garaje.
—¿Qué te pasa, Joey? —preguntó, algo impaciente.
—Ven a ver, papá.
—Oh, Joey, estoy cansado —protestó Ish.
Se incorporó sin embargo y acudió a la llamada, y los dos muchachos lo siguieron arrastrando los pies. Joey señaló con un dedo la rueda de repuesto de un jeep.
—Mira, papá. ¿Por qué no usamos esta rueda?
Ish se echó a reír.
—Bueno, muchachos —les dijo a Bob y Dick—, hay que confesar que fuimos unos tontos.
En efecto, les bastaba sacar las ruedas de recambio, inflarlas y ponérselas al jeep. Habían trabajado inútilmente.
Pero Ish, aun avergonzado de su estupidez, sentía una rara y nueva alegría. Era Joey quien había encontrado la solución.
Se acercaba la hora del almuerzo.
Habían traído unas cucharas y los indispensables abrelatas. Sólo faltaba encontrar una tienda de comestibles.
En la tienda, como en todas las otras, reinaban el desorden y la suciedad. El espectáculo entristeció a Ish, aunque lo hubiese visto muchas veces. A los muchachos, al contrario, no les llamaba la atención, pues no habían visto nunca una tienda en otro estado. Las ratas y ratones habían roído todas las cajas de cartón, y el piso era una confusión de papeles y excrementos. Hasta habían roído el papel higiénico, probablemente para hacer los nidos.
Pero los dientes habían atacado en vano el latón y el vidrio. Las botellas y latas seguían intactas, y su limpieza parecía más notable en medio de aquella suciedad. Pero desde más cerca se advertía que esa limpieza era sólo una ilusión. Las ratas habían cubierto de excrementos los estantes y habían roído casi todos los marbetes, quizás atraídas por el sabor de la goma. En otras latas, las imágenes habían perdido su color, y los tomates, antes de un rojo vivo, eran ahora de un amarillo terroso; los rosados melocotones apenas se veían.