Читаем La Tierra permanece полностью

Algunas inscripciones, sin embargo, eran aún legibles. Por lo menos Ish y Joey eran capaces de descifrarlas. Los otros miraban perplejos las palabras difíciles, como melocotones o espárragos, y elegían guiándose por los dibujos.

Los muchachos hubiesen almorzado sin inconvenientes en medio de la basura. Ish los arrastró afuera y se sentaron en la acera al sol.

No se molestaron en encender un fuego y comieron un almuerzo frío, de distintas conservas: guisantes, sardinas, salmón, paté de foie, corned beef, aceitunas, frutos secos, espárragos. Era una comida rica en proteínas y grasas, pensó Ish, y pobre en hidratos de carbono. Pero los alimentos con hidratos de carbono eran raros y exigían alguna preparación, como la sémola de maíz o los macarrones. El postre fue melocotón y ananás en su jugo.

Cuando acabaron de comer, limpiaron las cucharas y los abrelatas y se los metieron en el bolsillo. Las latas vacías quedaron allí. Había tanta basura en la calle que nada importaba un poco más.

Los muchachos, advirtió Ish complacido, estaban ansiosos por volver al trabajo. Parecían entusiasmados por aquella victoria sobre el mundo de la materia. A Ish, aún un poco cansado, se le había ocurrido algo nuevo.

—Muchachos —dijo—, ¿os creéis capaces de cambiar vosotros solos las ruedas?

—Claro que sí —dijo Dick, algo perplejo.

—Bueno, Joey es muy chico para ayudaros, y yo me siento cansado. La biblioteca municipal está muy cerca. Joey podría acompañarme. ¿Quieres, Joey?

Joey, encantado, ya se había puesto de pie. Los otros sólo querían volver a sus neumáticos.

Ish se encaminó hacia la biblioteca. Joey, impaciente, corría adelante. Era ridículo, pensó Ish, que nunca se le hubiese ocurrido llevar allí a Joey. Pero no había previsto el rápido desarrollo intelectual del niño.

Pensando siempre en reservar la biblioteca universitaria para más tarde, Ish sacaba los libros que necesitaba de la biblioteca municipal, y había forzado la cerradura hacía ya muchos años. Empujó la pesada puerta y entró orgullosamente. Joey lo siguió pisándole los talones.

Entraron en la gran sala de lectura y caminaron ante los estantes. Joey no decía nada, pero sus ojos devoraban los títulos. Llegaron otra vez al vestíbulo e Ish rompió el silencio.

—Bueno, ¿qué te parece?

—¿Son todos los libros del mundo?

—Oh, no, sólo algunos.

—¿Puedo leerlos?

—Sí, puedes leer lo que quieras. Devuélvelos siempre y ponlos en su lugar para que no se desordenen ni extravíen.

—¿Qué hay en los libros?

—Oh, un poco de todo. Si leyeses todos éstos, sabrías bastantes cosas.

—Los leeré todos.

Ish sintió que una repentina sombra empañaba su felicidad.

—Oh, no, Joey, eso sería imposible. Además hay libros aburridos, estúpidos, y hasta malos. Pero yo te ayudaré a elegir los buenos. Ahora, hay que irse.

Tenía prisa por sacar a Joey a la calle. El espectáculo de tantos volúmenes podía hacer daño al niño. Ish se alegró de no haberlo llevado a la biblioteca universitaria. Eso llegaría más tarde.

Regresaron al garaje. Esta vez Joey no corría delante. Caminaba junto a su padre, reflexionando. Al fin se decidió a hablar.

—Papá, ¿cómo se llaman esas cosas que cuelgan del techo en casa? Esas bolas brillantes. Un día me dijiste que antes se encendían y alumbraban.

—Sí, lámparas eléctricas.

—Si leo todos los libros, ¿podré encenderlas otra vez?

Ish sintió una emocionada alegría, y en seguida un estremecimiento de temor. ¿No iban demasiado rápido?

—No sé, Joey —dijo en un tono que quería ser indiferente—. Quizá sí, quizá no. Se necesita tiempo, el trabajo de mucha gente. No hay que apresurarse.

Siguieron caminando, en silencio. Ish se sentía orgulloso de que Joey satisficiera sus ambiciones, pero a la vez aquella victoria lo asustaba. El niño se adelantaba demasiado. La inteligencia no debía superar a los años. Joey necesitaba mayor vigor físico y energía moral. Iría lejos.

Un ruido lo sacó de su ensimismamiento. Joey vomitaba sobre un montón de restos.

Ese almuerzo, pensó Ish, sintiéndose culpable. He dejado que se hartara de cosas indigestas. Ya le ocurrió otras veces.

Pero en seguida pensó que la causa eran quizá las emociones y no el almuerzo. Joey se sintió muy pronto mejor, y cuando llegaron al garaje descubrieron, que los muchachos habían cambiado las ruedas e inflado los neumáticos. Ish sintió un nuevo interés por el jeep y la proyectada expedición.

Sentándose al volante, puso otra vez el motor en marcha. Los neumáticos aguantaban, al menos por el momento. Quedaban pendientes los problemas del embrague, la transmisión, la dirección, los frenos, y todos los órganos misteriosos y esenciales, ocultos en las entrañas de un coche y que él sólo conocía de nombre. Bob y Dick habían echado agua al radiador, pero podía haber una tubería obstruida y eso bastaría para inmovilizar el jeep. Otra vez se preocupaba por el futuro.

—Perfecto —dijo—. Vamos.

Перейти на страницу:

Похожие книги