Читаем La Tierra permanece полностью

Las clases se daban en la sala de Ish, y los niños venían de distintas casas. Se comenzaba a las nueve y se terminaba a las doce, con un largo recreo. Ish había advertido que no podía exigirles más.

No habiendo logrado dorarles la píldora de la geometría, enseñaba ahora aritmética. Pero al enunciarles los problemas tropezaba con dificultades prácticas. «Si Pedro levanta una cerca de nueve metros…» decía el viejo libro. Nadie levantaba cercas ahora, y había que explicarles para qué habían servido las cercas… algo bastante complicado. Pensó en seguir los métodos de la escuela progresiva e instalar una tienda donde los alumnos comprarían, venderían y llevarían cuentas. Pero ya no había tiendas y hubiese sido necesario explicarles todo el viejo sistema económico.

Trató entonces de interesarles en la matemática pura. Fracasó, pero se convenció por lo menos a sí mismo de que la matemática era la base misma de la civilización. Aunque no podía expresarlo claramente, la relación que había entre los números le parecía maravillosa. Dos y dos eran eternamente cuatro, y nunca cinco. Eso no había cambiado… aunque los toros salvajes pelearan ahora en las calles. Hacía juegos con progresiones aritméticas, encadenando números. Pero, excepto Joey, ningún niño parecía interesado, y las miradas de reojo a las ventanas demostraban la inutilidad de sus esfuerzos.

Probó entonces con la geografía, materia que dominaba. Los niños se divertían en dibujar mapas de los alrededores. Pero nadie se interesó en la geografía del mundo. ¿Quién podía acusarlos? La vuelta de Bob y Dick despertaría quizá su curiosidad. Pero por el momento sólo se interesaban en un área de unos pocos kilómetros. ¿Qué importaba la forma de Europa, con todas sus penínsulas? ¿Qué importaban las islas diseminadas en el mar?

Tuvo un poco más de éxito con la historia y la antropología. Les habló del desarrollo del hombre, ese luchador que lentamente, durante miles de años, había creado y aprendido, y a pesar de sus errores, sus crueldades, había llegado, antes de la catástrofe, a ofrecer el espectáculo de una magnífica victoria. Los niños escucharon con cierto entusiasmo.

Ish insistió entonces en la lectura y la escritura, llaves del saber. Pero sólo Joey era aficionado a leer, y dejaba atrás a todos sus condiscípulos. Entendía rápidamente el significado de cualquier palabra, y hasta el significado de los libros.


Ci-vi-li-za-ción. El tío Ish habla siempre de eso. Hoy hay muchas codornices cerca del río. ¿Dos y seis? Ya lo sé. ¿Para qué decirlo? ¿Dos y nueve? Es difícil. No tengo bastantes dedos. El tío George es más divertido que el tío Ish. Nos enseña escultura. Mi papá es todavía más divertido. Dice cosas divertidas. Pero el tío Ish tiene el martillo. Ahí está, sobre la chimenea. Joey cuenta muchas historias del martillo. Me parece que las inventa. No estoy seguro. Tengo ganas de pellizcar a Betty, pero el tío Ish se enojaría. El tío Ish lo sabe todo. Me da miedo. Si pudiese decirle cuánto es siete y nueve, volvería la civilización y podría ver las figuras que se mueven. ¿Las vio papá? Sería divertido. ¿Ocho y ocho? Joey lo sabe en seguida. Joey no sabe buscar nidos de codornices. Falta poco para que termine la clase.


A pesar de los repetidos fracasos, Ish redoblaba sus esfuerzos y aprovechaba cualquier ocasión para estimular el interés de sus alumnos.

Un día, después de una excursión más larga que de costumbre, los niños llevaron a la escuela unas nueces de una especie bastante rara. Ish vio en seguida un pretexto para dar una lección de historia natural, que los niños escucharon complacidos. Ordenó a Walt que fuese a buscar dos piedras para romper la gruesa cáscara. Walt trajo dos ladrillos. En su pobre vocabulario no había diferencia entre piedras y ladrillos.

Ish no lo corrigió, pero pensó que si intentaba romper las nueces con aquellos ladrillos podía aplastarse un dedo. Miró alrededor y vio el martillo sobre la chimenea.

—Tráeme el martillo, Chris —le dijo al niño más cercano.

Habitualmente, Chris inventaba cualquier excusa para dejar su asiento. Pero esta vez no se movió. Miró a sus vecinos Walt y Weston con aire embarazado y asustado.

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