Читаем La Tierra permanece полностью

Pasaron las semanas, y cesaron las lluvias. La hierba de las lomas germinó y amarilleó. Por las mañanas, las nubes eran tan bajas que rozaban las torres de los puentes.

5

Con el correr del tiempo, las inquietudes de Ish se atenuaron. La ausencia prolongada de los viajeros demostraba que habían llegado muy lejos. Si habían atravesado el continente, tardarían aún en regresar, y no había por qué atormentarse. Se dejó arrastrar por otros pensamientos y otras preocupaciones.

Había reorganizado la escuela. Sentía que era su deber enseñar a los niños a leer, escribir y contar, para que se conservasen en la Tribu las bases primeras de la civilización. Pero los desagradecidos escolares se revolvían en sus asientos y volvían unos ojos impacientes hacia las ventanas. No pensaban en otra cosa, advertía Ish, que correr por las faldas de la loma, jugar a los toros, pescar. Trataba inútilmente de atraerlos recurriendo a los sistemas pedagógicos más famosos de los viejos días.

La talla en madera, único arte que practicaba la Tribu, era herencia del viejo George. A pesar de su escasa inteligencia, George había logrado transmitir a los niños su afición a la ebanistería. Ish no tenía ninguna habilidad de esa especie. Pero se le ocurrió utilizar aquel interés de los niños para sus propios fines.

Les enseñó algunos principios de geometría y a servirse del compás y la regla para dibujar en la madera.

Los niños mordieron el anzuelo, se entusiasmaron con los círculos, triángulos y hexágonos, y pronto esculpieron figuras geométricas. El propio Ish talló con su cuchillo una vieja y gruesa rama de pino.

Pero el entusiasmo se apagó pronto. Mover la hoja del cuchillo a lo largo de una regla de acero para obtener una línea recta, era fácil y aburrido. Seguir el contorno de un círculo era más difícil, pero uno se cansaba pronto de ese trabajo maquinal y monótono. Una vez terminadas —Ish mismo debía reconocerlo—, las esculturas parecían malas imitaciones de los adornos que en otro tiempo se hacían a máquina.

Los niños decidieron volver de nuevo a la fantasía y la improvisación. Era más divertido, y las esculturas tenían mejor aspecto.

El escultor más hábil era Walt, que leía a trompicones. Con mano firme, grababa un friso de animales sobre la lisa superficie de una plancha sin necesidad de medidas ni de principios geométricos. Si sus tres vacas no cubrían el espacio disponible, añadía un ternero. Y la obra guardaba, sin embargo, un perfecto equilibrio. Trabajaba con igual habilidad en bajo relieve, medio relieve, o alto relieve. Los otros niños no le escatimaban su admiración.

La estratagema de Ish terminó, pues, en un fracaso, y se encontró otra vez a solas con el pequeño Joey. Joey no tenía ningún talento para la escultura, pero era el único que se había entusiasmado con las eternas verdades de las líneas y los ángulos. Un día, Ish sorprendió al niño que cortaba triángulos de papel de diversas formas, les recortaba luego los vértices y los ponía uno junto a otro para formar una línea recta.

—¿Resulta? —preguntó Ish.

—Sí, tú dijiste que siempre resulta.

—Entonces ¿por qué pruebas?

Joey calló, pero Ish comprendió que el niño rendía así homenaje a las verdades inmutables y universales. Era un desafío a los poderes de la casualidad y el cambio. Y cuando estos tenebrosos poderes se declaraban vencidos, la inteligencia podía atribuirse una nueva victoria.

Ish se quedó a solas con el pequeño Joey… en el sentido literal y el figurado. Cuando los otros escolares huían lanzando gritos de alegría, Joey se inclinaba sobre algún libraco con mayor aplicación aún, y hasta con un aire de superioridad.

Los otros niños eran fornidos gigantes y superaban a Joey en todos los juegos al aire libre. La cabeza de Joey era demasiado grande para su cuerpo, o así le parecía a uno, pues se sabía que estaba atiborrada de conocimientos. Tenía unos ojos grandes y vivaces.

Sólo él, entre todos los niños, sufría de dolores de cabeza y frecuentes indigestiones. Ish suponía que esos malestares eran de origen nervioso, pero no podía recurrir a un médico clínico, o un psiquiatra, y debía contentarse con hipótesis. Pero Joey pesaba menos que lo normal y cualquier ejercicio físico lo agotaba.

—Esto me preocupa —le decía Ish a Em.

—Sí —convenía Em—, pero te alegra que se apasione por la geometría. Quizás es inteligente porque es débil.

—Sí, quizá. Tiene sus alegrías. Pero me gustaría que fuese más robusto.

—No sé. Me parece que te gusta tal como es.

E Ish reconocía, una vez más, que Em tenía razón.

Sí, se decía, los mocetones no nos faltan. Y aunque Joey sea debilucho, o neurótico o pedante, en él se conservará la tradición intelectual.

Joey seguía siendo, pues, el preferido de Ish. Veía en él la esperanza del futuro, le hablaba largamente y le enseñaba todo lo que sabía.

Las horas de clase siguieron arrastrándose mientras se esperaba el regreso de Dick y Bob. Hasta Ish las encontraba interminables. Aquel verano tenía once alumnos, a los que intentaba inculcar algunas nociones elementales.

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