Читаем La Tierra permanece полностью

Después de la partida de los muchachos, comenzó un largo período sin incidentes que se llamó el año bueno. Los días sucedían a los días, y las semanas a las semanas. Las lluvias se prolongaron. Fueron lluvias torrenciales, seguidas de días despejados, días en que las lejanas torres del Golden Gate se alzaban precisas y majestuosas contra el cielo azul.

Por las mañanas, Ish lograba que la gente trabajara en los pozos. En el primer ensayo, tropezaron pronto con una capa de roca. El segundo pozo fue más profundo, y encontraron un buen manantial. Revistieron con maderas las paredes del pozo e instalaron una bomba manual. Pero por ese entonces ya se habían acostumbrado a no usar los inodoros, así que renunciaron a hacerlos funcionar.

En esa época, los peces abundaban en la bahía, y se prefería la pesca al trabajo.

A la tarde, todos se reunían para cantar canciones, que Ish acompañaba al acordeón. Ish propuso que se organizara un coro. No faltaban las hermosas voces, y George era un buen bajo. Pero todos preferían el camino del menor esfuerzo.

Decididamente, la Tribu no gustaba mucho de la música, como Ish había comprobado hacía tiempo. Algunos años antes había puesto algunos discos de sinfonías en el fonógrafo. No se oía muy bien, pero se podían seguir los temas. Los niños permanecieron indiferentes. A veces, atraídos por la melodía, abandonaban los juegos o la escultura en madera y escuchaban con atención. Pero no tardaban en volver a sus ocupaciones. Bueno, ¿qué podía esperarse de unas pocas gentes comunes y sus descendientes? Estaban un poco por encima de lo común, se corregía, pero carecían de cultura musical. En los viejos días, diez norteamericanos de cada mil sabían apreciar realmente a Beethoven, y esos pocos, como los perros de pura raza, no habían sobrevivido al Gran Desastre.

Probó también con el jazz. El sonido de los saxofones atrajo otra vez a los niños, pero el interés no duró mucho. ¡El jazz hot! Sus intrincados ritmos no podían atraer a mentes simples, sino a oídos educados. Era como pedirles que admirasen a Picasso o Joyce.

En realidad —y había aquí algo alentador— los jóvenes detestaban el fonógrafo. Preferían cantar ellos mismos. El papel pasivo de oyentes les disgustaba.

Jamás, sin embargo, intentaban componer una melodía o unos versos. Ish, de cuando en cuando, inspirado por algún acontecimiento importante, improvisaba una estrofa, pero carecía de genio poético y sus extrañas tentativas no eran bien recibidas.

Cantaban, pues, a una sola voz. Preferían las melodías más simples: Llévame otra vez a Virginia

, aunque nadie sabía qué era Virginia, o quién quería ir allí, o Aleluya, soy un vagabundo, sin preguntarse qué era un vagabundo. Cantaban también las quejas de Bárbara Allen, aunque ninguno de ellos sufriese penas de amor.

Ish pensaba constantemente en los dos muchachos del jeep. Los niños pedían Mi hogar en la llanura e Ish tocaba la melodía sintiendo un nudo en la garganta. Quizás en aquel mismo instante Dick y Bob erraban por aquellos sitios. ¿Qué ocurriría en las vastas llanuras? ¿Habría aún ciervos y antílopes? ¿Ganado? ¿Habrían vuelto los bisontes?

Pero recordaba a los muchachos sobre todo en las negras horas de la noche. Se despertaba de pronto sobresaltado, y se pasaba las horas rumiando sus inquietudes.

¿Cómo había permitido semejante aventura? Imaginaba inundaciones y tormentas. ¡Y el coche! Qué locura confiar un jeep a muchachos tan jóvenes. No corrían el peligro, ciertamente, de chocar con otro vehículo, pero podían caer en un pozo. Los caminos eran malos; los peligros, innumerables.

¿Y los pumas, los osos, los toros salvajes? Los toros que incluso parecían despreciar al hombre, como en otros tiempos.

No, los hombres eran el mayor peligro. Un sudor frío cubría entonces la frente de Ish. ¿Con qué hombres podían tropezar los muchachos? ¿Y con qué sociedades deformadas por las circunstancias, libres del freno de las tradiciones? Quizás había en ellas bárbaros ritos religiosos, ¡sacrificios humanos, canibalismo! Quizá, como Ulises, los muchachos se encontrarían con resucitados lotófagos, sirenas, lestrigones. La Tribu, aferrada a la falda de la loma, era estúpida, y carecía de poder creador; pero por lo menos conservaba cierta dignidad. Nada garantizaba que otros hubiesen hecho lo mismo. Pero con la luz del día desaparecían los fantasmas. Ish pensaba entonces en los muchachos y los imaginaba felices, entusiasmados con nuevos paisajes, quizá con nuevos amigos. En caso de accidente, si no encontraban otro coche, volverían a pie. No les faltarían los víveres. A treinta kilómetros por día —o por lo menos ciento cincuenta por semana—, aunque tuviesen que caminar quince mil kilómetros, regresarían antes del otoño. Y si el jeep aguantaba, volverían mucho antes. Ante este pensamiento, Ish apenas podía reprimir su excitación. ¿Qué novedades traerían?

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