Читаем La Tierra permanece полностью

Hombre agradable, en su género. Y buen compañero, a juzgar por el afecto que le mostraban los muchachos. Pero Charlie era un hombre sucio. Sólo eso justificaba su antipatía. Charlie era un hombre sucio, y esa suciedad, pensaba Ish, no se limitaba sólo a su exterior.

Ish, como todos, se había habituado ya a la suciedad, la eterna suciedad de la tierra. Pero no era eso lo que molestaba en Charlie. Quizá la causa fuesen aquellas ropas. Charlie vestía un traje de los viejos días, que ya no se usaba. Hasta llevaba chaleco, quizá porque el tiempo era fresco y las nubes bajas presagiaban lluvia. Pero el traje estaba cubierto de manchas de grasa y otras que uno hubiera creído de huevo, si las gallinas no hubiesen desaparecido hacía años.

La pequeña multitud fue hacia la casa, e Ish atrás. La sala estaba repleta. Los dos muchachos y Charlie en el centro. Los niños miraban maravillados a los viajeros que volvían de una lejana expedición, y observaban asombrados a Charlie. No estaban acostumbrados a ver gente extraña. Nunca habían disfrutado de una fiesta parecida. Era el momento de descorchar una botella de champaña, pensó Ish; pero no había hielo. En seguida se preguntó por qué esta idea le parecía risible.

—¿Llegasteis al otro lado? —gritaban todos—. ¿Hasta dónde fuisteis? ¿Visteis la ciudad grande?

Ish no se dejaba arrastrar por la alegría general. Miraba de reojo la barba grasienta y el chaleco manchado, y sentía crecer su antipatía.

Cuidado, pensó. Pareces un aldeano que no confía en ningún desconocido. Decías que la Tribu necesitaba el estimulante de nuevas ideas, y cuando se te presenta un extraño, piensas que su alma debe de ser tan sucia como su chaleco.

—No —dijo Bob—, no llegamos a Nueva York. Pero sí a la otra gran ciudad… Chicago. Luego los caminos estaban cada vez más malos, y tropezábamos con troncos caídos y montones de tierra. Además no había puentes y debíamos hacer largos rodeos.

Alguien hizo otra pregunta antes que Bob terminara la frase. Todos hablaban a la vez y los viajeros no sabían a quién contestar. En ese alboroto, Ish se encontró con la mirada de Ezra, y comprendió que su amigo compartía sus inquietudes y también desconfiaba de Charlie.

Ish se sintió a la vez aliviado y justificado. Ezra tenía gran experiencia en estas cuestiones. Si él adivinaba algún peligro, había que estar preparado. Su juicio en estos asuntos era infalible.

Vamos, se calmó Ish. No sabes qué piensa Ezra. Quizás está perturbado porque adivina tus temores. Y tú has perdido la cabeza. Temes, como un salvaje, que cualquier extranjero venga a imponerte sus ideas y sus dioses.

Los viajeros continuaban el entrecortado relato.

—Vestidos muy cómicos —decía Dick—. Como batas blancas y largas, y mangas anchas del mismo color. Hombres y mujeres vestían igual. Nos tiraron piedras y nos gritaron que éramos gente impura. «¡Somos los elegidos del Señor!», decían. No pudimos acercarnos.

Em lo interrumpió. Su voz grave y sonora pareció dominar los agudos chillidos de los niños. Cualquier otro hubiera debido golpear la mesa para que le prestaran atención. Todos callaron en seguida, aunque Em no levantó la voz y sólo dijo unas palabras triviales.

—Es tarde —dijo—. Hora de cenar. Los chicos tienen hambre…

Evie lanzó una de sus risitas tontas y calló también.

Em dijo que todos debían ir a sus casas y volver más tarde. Ish observó a Charlie y advirtió que Ezra hacía otro tanto. Los ojos de Charlie se detuvieron, excesivamente en Em. Luego su mirada se posó en los cabellos rubios de Evie, con una admiración no disimulada. Todos se incorporaron y se dispusieron a salir. Dick invitó a Charlie a cenar en casa de Ezra.

Sirvieron la comida, y cuando todos se sentaron a la mesa, hubo otra vez un tropel de preguntas. Ish calló, esperando a que Em calmara sus inquietudes de madre. ¿No habían enfermado? ¿Habían comido bien? ¿No habían tenido frío de noche?

Hablarían del viaje, decidieron, después de la cena, cuando volvieran los demás. A Ish no le parecía bien sondear a Bob a propósito de Charlie, pero no pudo contenerse. Bob habló sin reticencias.

—Oh —dijo—, ¿Charlie? Lo encontramos hace unos doce días, cerca de Los Ángeles. Hay allí algunos grupos como el nuestro, pero Charlie estaba solo.

—¿Le ofreciste subir al jeep o te lo pidió él?

Ish estudió el rostro de Bob. El muchacho no pareció perturbado.

—Oh, no me acuerdo. Yo no le dije nada. Quizá Dick.

Ish se hundió otra vez en sus reflexiones. Charlie tenía quizá sus razones para dejar Los Ángeles. Pero no se lo podía acusar sin permitirle que se defendiera.

—Cuenta historias muy divertidas. Es un hombre magnífico —continuó Bob.

Перейти на страницу:

Похожие книги