No obstante, hoy es día de alegría general, quizá la palabra sea impropia porque el gusto viene de más hondo, tal vez del alma, mirar esa ciudad saliendo de sus casas dispersa por plazas y calles, bajando de las lomas, juntándose en el Rossío para ver cómo ajustician a judíos y cristianos-nuevos, a herejes y hechiceros, aparte de otros casos menos corrientemente calificables, como los de sodomía, molinismo, forzar mujeres y solicitarlas y otras menudencias merecedoras de exilio y hoguera. Son ciento cuatro las personas que hoy salen, las más de ellas venidas de Brasil, fértil terreno en diamantes e impiedades, siendo cincuenta y uno los hombres y cincuenta y tres las mujeres. De éstas, dos serán relajadas al brazo secular, en carne, por relapsas, que quiere decir reincidentes en la herejía, por convictas y negativas, y esto quiere decir protervas y obstinadas a pesar de todos los testigos, por contumaces, y esto quiere decir persistentes en su error que es su verdad, sólo que desacertada en tiempo y lugar. Y habiendo pasado ya dos años sin que se quemara gente en Lisboa, está el Rossío lleno de gente, dos veces festiva por ser domingo y por haber auto de fe, que nunca se llegará a saber de qué gustan más los moradores, si de esto, si de las corridas de toros, incluso cuando sólo éstas se usen. En las ventanas que dan a la plaza hay mujeres, vestidas y tocadas con primor, a la alemana por gracia de la reina, con su bermellón en la faz y en el escote, haciendo muecas con la boca para aparentarla pequeña y exprimida, visajes varios y todas vueltas hacia la calle, a sí mismas preguntándose las damas si estarán seguros los lunares en el rostro, el de la comisura o besador, el de bajo el ojo o desatinado, el del hoyuelo o encubridor, mientras el pretendiente confirmado o suspirante pasea abajo, pañuelo en mano y dándole aire a la capa. Y siendo el calor tanto, se van refrescando los asistentes con la conocida limonada, el jarrito de agua, tan común, la tajada de sandía, que no por morir aquéllos van a consumirse éstos. Y si el estómago pide relleno más sustancioso, no faltarán altramuces y piñones, quesadas y dátiles. El rey, con los infantes, sus hermanos y sus hermanas las infantas, comerá en la Inquisición, finalizado ya el auto de fe, y aliviado de su incomodo honrará la mesa del inquisidor-general, soberbísima de cazuelas de caldo de gallina, de perdigones, de pechos de ternera, de pastelones, de pasteles de carnero con azúcar y canela, de cocido a la castellana con todo cuanto le compete, y azafranados, manjar blanco, y al fin dulces fritos y fruta del tiempo. Pero es tan sobrio el rey que no bebe vino, y como la mejor lección es siempre el buen ejemplo, todos lo toman, el ejemplo, no el vino.