Читаем Memorial Del Convento полностью

Frías habrán parecido, a quien cerca estuviese, las palabras dichas por Blimunda, Ahí va mi madre, ni suspiros ni lágrimas ni siquiera el rostro compasivo, que aun así no faltan éstos en el pueblo, pese a tanto odio, a tanto insulto y escarnio, y esta que es hija, y amada como se vio por el modo como la miraba la madre, no tuvo más que decir sino, Ahí va, y luego se volvió hacia un hombre a quien nunca había visto, y le preguntó, Cuál es su gracia, como si contara más saberlo que el tormento de los azotes después del tormento de la cárcel y de los malos tratos, y que la cierta certeza de ir Sebastiana María de Jesús, ni el nombre la ha salvado, desterrada a Angola, para quedarse allí, quién sabe si consolada espiritual y corporalmente por el padre Antonio Teixeira de Sousa, que mucha práctica lleva de aquí, y menos mal, para que el mundo no sea tan desgraciado e incluso cuando ya se tiene garantizada la condena por toda la eternidad. Pero, ahora, en su casa, lloran los ojos de Blimunda como dos fuentes de agua, si vuelve a ver a su madre será en el embarque, pero de lejos, más fácil es que un capitán inglés dé suelta a un rebaño de mujeres de mala vida que el que una hija bese a su madre condenada, acercar una mejilla a otra mejilla, la piel suave, la piel floja, tan cerca, tan distante, dónde estamos, quiénes somos, y el padre Bartolomeu Lourenço dice, Nada somos ante los designios del Señor, si Él sabe quién somos, confórmate, Blimunda, dejemos a Dios el campo de Dios, no atravesemos sus fronteras, adorémoslo desde este lado de acá, y hagamos nuestro campo, el campo de los hombres, que estando hecho ha de querer Dios visitarnos, y entonces sí será el mundo creado. Baltasar Mateus, el Sietesoles, está callado, sólo mira fijamente a Blimunda, y cada vez que ella lo mira siente él una crispación en la boca del estómago, porque ojos como éstos jamás los había visto claros cenicientos, o verdes, o azules, que con la luz de fuera varían o con el pensamiento de dentro, y a veces se vuelven negros nocturnos o blancos brillantes como lascado carbón de piedra. Vino a esta casa, no porque le dijeran que viniese, pero Blimunda le había preguntado su nombre y él le había respondido, no era precisa mejor razón. Terminado el auto de fe, barridos los restos, Blimunda se retiró, el cura fue con ella, y cuando Blimunda llegó a su casa dejó la puerta abierta para que Baltasar entrara. Él entró y se sentó, el cura cerró la puerta y encendió una candela a la última luz de una rendija, bermeja luz de poniente que llega a este alto cuando ya en la parte baja de la ciudad oscurece, se oye gritar a unos soldados en las murallas del castillo, si fuera otra la ocasión, Sietesoles recordaría la guerra, pero ahora sólo tiene ojos para los ojos de Blimunda, o para el cuerpo de ella, que es alto y delgado como el de la inglesa con quien, despierto, soñó en el mismo día en que desembarcó en Lisboa.

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