En los altos escaparates de las casas de modas, los maniquíes posaban aún con sus alegres vestidos y sus joyas brillantes. Ish miraba el desierto de la Quinta Avenida, silenciosa como una calle aldeana una mañana de domingo. Alguien había roto el escaparate de una joyería. Espero que el hombre haya encontrado sabrosos los diamantes, pobre diablo, pensó Ish. Aunque quizá se había sentido atraído por la belleza de las piedras, como el niño que recoge guijarros en la playa. Quizá los zafiros y rubíes lo habían ayudado a morir.
Sin embargo, en la Quinta Avenida reinaba en general el orden. Ish pensó que la muerte había sido misericordiosa, y la Quinta Avenida era un hermoso cadáver.
En Rockefeller Center, asustadas por el ruido del motor, alzaron vuelo algunas palomas. A la altura de la calle 42 se detuvo en mitad de la avenida y bajó dejando a Princesa en el auto.
La acera de la calle 42 parecía ridículamente ancha. Entró en la estación Grand Central y se detuvo a contemplar la inmensidad de la sala de espera.
—¡Oooh! —gritó y con una alegría infantil escuchó el eco que bajaba de la alta bóveda y llenaba la sala desierta.
De vuelta en la calle, una puerta giratoria atrajo su atención. La empujó distraídamente, y se encontró en el amplio vestíbulo de un hotel con butacas y sofás adosados a los muros.
Durante un instante tuvo la idea de acercarse al escritorio y entablar una imaginaria conversación con el empleado. Había telegrafiado desde… bueno, Kansas City sería un buen lugar… para reservar una habitación. Sí, y su reserva había sido confirmada. ¿Qué eran ahora esas excusas? Pero estas fantasías se desvanecieron rápidamente. Tantos cuartos vacíos, y el empleado quién sabe dónde. La broma, decididamente, no era muy divertida.
En ese momento, advirtió algo. Sobre butacas, sillones, ceniceros y el piso de baldosas había una capa de polvo gris.
Poco experto en tareas domésticas, no se había fijado antes en el polvo. O quizás había más polvo allí que en otras partes. De un modo o de otro, el polvo sería desde entonces parte de su vida.
Volvió al coche, lo puso en marcha, cruzó la calle 42 y continuó hacia el sur. En los escalones de la Biblioteca se había tendido un gato gris, con las patas estiradas, como imitando los leones de piedra.
Más allá entró en Broadway y no se detuvo hasta llegar a Wall Street. Bajó con Princesa, y la perra se interesó en un rastro que corría a lo largo de la acera. ¡Wall Street! Se paseó por la calle desierta. Mirando con atención, descubrió que aquí y allí brotaban unas hierbas entre las grietas del arroyo. Recordó que según la tradición familiar, uno de sus antepasados, un colono holandés, había tenido una granja en aquellos parajes. Su padre solía decir en los tiempos difíciles: «Lástima que no nos quedamos en la isla de Manhattan». Ahora, Ish podía recuperar los dominios ancestrales. Nadie se los disputaría. Aquel desierto de cemento armado, acero y asfalto no era muy atractivo. Cambiaría con gusto la granja de Wall Street por diez acres en el valle de Napa, o aun un rinconcito en Central Park.