Los espectadores, la Tribu casi completa, incluso Jean y su bebé, estaban sentados a orillas del claro. Los árboles los protegerían del toro, si el animal decidía dejar el césped. En caso de necesidad se soltarían los perros y Jack tenía un fusil en las rodillas.
De pronto, el toro volvió a la vida y embistió pesadamente con bastante fuerza como para derribar a veinte muchachos. Pero Harry saltó a un costado y el toro se detuvo, desconcertado.
Una niña —Betty, la hija de Jean— se incorporó y gritó que ahora era su turno. Parecía una pequeña salvaje, con las faldas recogidas sobre los muslos, las largas piernas bronceadas. Harry cedió su lugar a su hermanastra. El toro estaba fatigado y la niña no corría peligro. Ayudada por Walt, Betty provocó algunas embestidas que esquivó fácilmente. Y entonces un niño gritó con todas sus fuerzas:
—¡Yo ahora!
Era Joey. Ish frunció el ceño, pero sabía que no necesitaría ejercer su autoridad. Joey sólo tenía nueve años, y las leyes del juego le prohibían intervenir. Los niños mayores se impusieron amablemente, pero con firmeza.
—No, Joey —dijo Bob, de dieciséis años—, eres muy pequeño. Espera un par de años.
—Soy tan bueno como Walt —protestó Joey.
Ish creyó adivinar que Joey había practicado por su cuenta, en secreto, con algún toro bonachón, y quizás ayudado por Josie, su hermana gemela, y su devota esclava. Ish se estremeció ante la idea de que Joey pudiese sufrir un accidente… Joey, entre todos los niños… Después de algunas débiles protestas, el chico cedió.
El toro, gordo, había combatido bastante. Se contentaba con rascar la tierra mientras Betty bailaba a su alrededor. La corrida había terminado y los espectadores empezaron a dispersarse. Los muchachos llamaron a Betty y Walt. El toro, aliviado sin duda, quedó solo en el claro.
Ish fue a inspeccionar el trabajo del día. El pozo sólo tenía unos pocos centímetros. Palas y picos yacían alrededor. La indolencia de los trabajadores y la atracción de la corrida había terminado con las buenas intenciones. Ish miró el agujero y sonrió con una mueca.
Sin embargo, habían llevado a las casas agua suficiente para atender a las necesidades inmediatas. Em había preparado para la cena un sabroso asado de ternera. Por desgracia, el Napa Gamay, de veinticinco años atrás, si uno podía creer en la etiqueta, se había avinagrado.
4
Ish decidió que los muchachos saldrían cuatro días más tarde. Había aquí otra diferencia con los viejos tiempos. Antes todo era tan complicado, que un viaje largo exigía muchos preparativos. Ahora se decidía algo y se hacía. Por otra parte, la estación era favorable, y las postergaciones podían enfriar el entusiasmo que despertaba la expedición.
Mientras llegaba el día de la partida, trabajó con los muchachos. Les enseñó a conducir. Volvió con ellos al garaje y les mostró cómo debían cambiar algunas piezas, como la bomba de aceite y las bujías.
—Si os encontráis en dificultades —aconsejó— mejor será deteneros en un garaje y tratar de poner en marcha otro auto. Perderéis menos tiempo.
Luego, planeó, entusiasmado, el itinerario. En las estaciones de gasolina encontró unos mapas camineros amarillentos y descoloridos. Los estudió atentamente y, ayudado por sus conocimientos geográficos, trató de imaginar los cambios que las inundaciones, los vientos y el rápido crecimiento de los árboles podían haber provocado en los caminos.
—Primero iréis hacia el sur, hacia Los Ángeles —concluyó—. Era un gran centro poblado en los viejos días. Es posible que encontréis allí sobrevivientes, quizá hasta alguna comunidad. —Siguió con la mirada las líneas rojas—. Probad ante todo la ruta 99. Creo que podréis pasar. Si tropezáis con obstáculos en las montañas, volved hacia Bakersfield, tomad la 466, y cruzad el desfiladero de Tehachapi.
Se interrumpió. Sintió que la nostalgia le cerraba la garganta y le humedecía los ojos. ¡Aquellos nombres evocaban tantos recuerdos! Burbank, Hollywood, Pasadena… Antes ciudades vivas y prósperas que él había conocido. Ahora los coyotes perseguían a las liebres en los parques y jardines devastados. Sin embargo, los nombres estaban aún allí, en los mapas, en grandes letras negras.
Se dominó, pues los dos muchachos lo miraban estupefactos.
—Perfecto —dijo rápidamente—. Desde Los Ángeles, o desde Barstow, si no podéis llegar a Los Ángeles, tomad la 66. Yo tomé ese camino. Atravesaréis fácilmente el desierto. No olvidéis las provisiones de agua. Si el puente del Colorado existe aún, tanto mejor. Si no, volved hacia el norte y probad la ruta que atraviesa la presa de Boulder. Seguramente la encontraréis intacta.
Les enseñó a leer los mapas por si debían cambiar de itinerario. Pero sin duda les bastaría con apartar de cuando en cuando un árbol caído, o trabajar con pico y pala una hora o dos para quitar algún montón de tierra. Al fin y al cabo, veintiún años de abandono no bastaban para que desapareciesen las carreteras.
—Tendréis algunas dificultades en Arizona —continuó Ish—. En las montañas. Pero…
—¿Arizona? ¿Qué es eso?