Pero no todos los delitos llegan a averiguarse. En Lisboa, por ejemplo, no habiendo sido el milagro menos notorio, aún hoy está por aclarar quién fue el del asalto, por más que se permitan algunas sospechas, afortunadamente absueltas, como quien de ellas fue objeto, por la buena intención que en definitiva lo motivara. Fue el caso que en el convento de San Francisco de Xabregas entraron los rateros, o entró un ratero, por la claraboya de una capilla contigua a la de San Antonio, y fue, o fueron, al altar mayor, y en un credo afanaron las tres lámparas que allí había. Descolgar las lámparas de los ganchos, cargar con ellas a oscuras por mayor cautela, arriesgarse a tropezones, tropezar incluso y hacer ruido sin que nadie acudiera a indagar el porqué de aquel barullo, sería como para sospechar un prodigio o complicidad de algún santo desvariado si no fuera que en aquel mismo momento empezaron a sonar la campana y la matraca con su acostumbrado zafarrancho despertando a los frailes para los maitines. Pudo por ello el ladrón escapar a salvo, y si más barullo hiciera no lo habrían oído, viéndose así hasta qué punto conocía el asaltante las costumbres de la casa.
Empezaron los frailes a entrar en la iglesia y la hallaron a oscuras. Ya estaba conforme el hermano responsable con el castigo que no dejarían de aplicarle por una falta que no sabría explicar, cuando se observó, y fue confirmado por el tacto y el olor, que no era aceite lo que faltaba, que allí estaba derramado por el suelo, sino las lámparas, que de plata eran. Estaba aún fresco el desacato, si así se puede decir, pues las cadenas de donde habían colgado las susodichas lámparas oscilaban aún mansamente, diciendo, en lenguaje de alambre, Hace poco, hace poco.