Segundas y terceras maravillas, pero de valor primerísimo, fueron los milagros propiamente dichos, tan señalados e ilustres que acudió el pueblo de toda la ciudad a observar el prodigio y beneficiarse de él, pues quedó autentificado que en dicha iglesia fue dada vista a ciegos, y pies a cojos, y era tanta la afluencia que en los escalones del atrio había puñetazos y puñaladas para entrar, y algunos perdieron la vida, que luego, ni por milagro les fue restituida. O tal vez sí, si pasados tres días, y siendo grande la alarma, de allí no se hubiesen llevado el cuerpo, a escondidas, y a escondidas lo enterraran. Privados de esperanza de cura mientras no constase el fallecimiento de otro bienaventurado, allí mismo anduvieron a bofetadas de pura fe y puro desespero, ciegos y mancos, si es que a éstos les sobraba mano, en gritos todos y en invocaciones a cuantos santos hay, hasta que los frailes salieron a bendecir aquel ayuntamiento, y con eso, a falta de cosa mejor, se fueron todos.
Pero ésta, confesémoslo sin vergüenza, es una tierra de ladrones, ojo que ve, mano que se dispara, y siendo la fe tanta, aunque no siempre bien recompensada, mayor es el descaro y la impiedad con que se asaltan iglesias, como ocurrió sin ir más lejos el año pasado, en Guimarães, también en la de San Francisco, quien, por haber despreciado en vida tan sólidos bienes, consiente que se le lleven todo en la eternidad, menos mal que tiene la orden la vigilancia de San Antonio, que, ése, se resigna mal a que le vacíen altares y capillas, como en Guimarães se vio y en Lisboa se ha de ver.