Y bien servido de milagros también. Aún es pronto para hablar de este que se prepara, y que, por otra parte, no es exactamente un milagro sino favor divino, descenso de mirada piadosa y propiciatoria hacia un vientre esquivo, esto será el nacimiento del infante cuando llegue la hora, pero es justamente tiempo de mencionar veros y certificados milagros que, por venir de la misma y ardentísima zarza franciscana, bien auguran la promesa del rey.
Véase si no el célebre caso de la muerte de fray Miguel de la Anunciación, provincial electo que fue de la orden tercera de San Francisco, cuya elección, dicho sea de paso pero no fuera de propósito, se hizo con guerra encendida que contra ella y él levantó la Parroquial de Santa María Magdalena, por oscuros celos, con tal saña que a la muerte de fray Miguel aún andaba en pleitos y no se sabe cuándo iban a ser juzgados de una vez, si es que al fin lo eran, entre sentencia y recurso, entre conciliación y agravio, hasta que la muerte viniera a cerrar el proceso, cosa que ocurrió. Lo cierto es que no murió el fraile de corazón despedazado, sino de una maligna tifoidea o tifus, si no fue otra fiebre sin nombre, remate común de una vida en ciudad de tan pocas fuentes de agua para beber y donde los gallegos no dudan en llenar los barriles en las fuentes de los caballos, y así mueren, inmerecidamente, los provinciales. Sin embargo, era fray Miguel de la Anunciación de tan compasiva naturaleza que, hasta después de muerto, pagó con bien el mal, y si vivo había hecho caridades, difunto obraba maravillas, siendo la primera el desmentir a los médicos que temían que se corrompiera el cuerpo aceleradamente y por eso recomendaron abreviada sepultura, y no se corrompió el carnal despojo, antes bien, por espacio de tres días enteros embalsamó la iglesia de Nuestra Señora de Jesús, donde estuvo expuesto, con suavísimo aroma, y el cadáver no estaba rígido, al contrario, blandamente los miembros todos se dejaban mover, como si estuviese vivo.