En aquella ciudad fueron, pues, los ladrones a robar, entrando al efecto por una ventana, adonde el santo, jovialmente, fue a recibirlos, pegándoles con eso tan gran susto que hizo caer desamparado a quien más alto en la escalera estaba, cierto es que sin ningún hueso partido, pero tan tullido quedó que ya no va a poder moverse más, y queriendo los compañeros llevárselo de allí, que no son raros tampoco entre ladrones los generosos y abnegados de corazón, no lo consiguieron, caso, por otra parte, no inédito pues ya le sucedió a Inés, hermana de Santa Clara, cuando aún San Francisco andaba por el mundo, hace exactamente quinientos años, en mil doscientos once, pero no era por robo el caso de ella, o de robo sería, porque al Señor se la querían robar. Allí quedó el ladrón, como si la mano de Dios lo estuviera clavando al suelo o la garra del diablo lo sostuviera desde las profundidades, allí quedó hasta el día siguiente, cuando dieron con él las gentes del barrio y luego lo llevaron, ya sin esfuerzo y con peso natural, al altar del mismo santo para que lo sanara, milagro obrado de forma original, pues se vio sudar copiosamente a la imagen de San Antonio, y durante tanto tiempo que dio para que llegaran jueces y escribanos a dar fe del prodigio, que fue éste el de sudar la madera y también que se curó el ladrón al pasarle por la cara una toalla húmeda de aquel humor bendito. Y con esto quedó el hombre sano, salvo y arrepentido.