Читаем Memorial Del Convento полностью

Va a salir la procesión de la penitencia. Castiguemos la carne por el ayuno, macerémosla ahora con los zurriagos. Comiendo poco se purifican los humores, sufriendo un algo se lavan las costuras del alma. Los penitentes, hombres todos, van al frente de la procesión, inmediatamente detrás de los frailes que llevan los pendones con las imágenes de la Virgen y del Crucificado. Tras ellos aparece el obispo bajo rico palio, y luego los santos en las andas, el regimiento interminable de curas, cofradías y hermandades, pensando todos en la salvación del alma, convencidos algunos de que no la han perdido, dudosos otros hasta hallarse en el lugar de la sentencia, quizá uno de ellos pensando que el mundo está loco desde que nació. Pasa la procesión entre filas de gente, y cuando pasa se arrastran por el suelo hombres y mujeres, se arañan la cara unos, se arrancan otros mechones de pelo, se dan todos de bofetadas, y el obispo va amagando bendiciones a un lado y otro, mientras un acólito maneja el incensario. Lisboa huele mal, huele a podrido, el incienso da un sentido a la fetidez, el mal es de los cuerpos, que el alma, ésa, es perfumada.

En las ventanas hay sólo mujeres, ésa es la costumbre. Los penitentes llevan grilletes alrededor de las piernas, o cargan sobre los hombros gruesas barras de hierro pasando sobre ellas los brazos, como crucificados, o se aplican zurriagazos con las disciplinas hechas de cordones en cuyos cabos hay bolas de cera dura armadas con puntas de cristal, y, los que así se flagelan, son lo mejor de la fiesta porque exhiben verdadera sangre que les corre por la espalda, y claman estrepitosamente, tanto por los motivos que el dolor les da como de obvio placer, que no comprenderíamos si no supiéramos que algunos tienen su amor en la ventana y van de procesión no tanto por salvar el alma como por pasados o prometidos gustos del cuerpo.

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