Entre tanto, si es de día, estarán durmiendo la siesta los maridos ingenuos, o que fingen serlo, y si de noche es, cuando soturnamente calles y plazas se llenan de multitudes que hieden a cebolla y a lavanda, y el murmullo de las oraciones asoma por las puertas abiertas de par en par de las iglesias, si es de noche, más descansados se sienten, porque así la demora no será tanta, se oye ya la llamada en la puerta, suenan los pasos en la escalera, vienen hablando familiarmente ama y criada, quizá no, o la esclava negra, si es que la llevó, y por las hendiduras danzan las luces de la palmatoria o del candil, finge el marido que despierta, finge la mujer que lo ha despertado, y si él pregunta, Qué, ya sabemos qué va ella a responder, que viene muerta de cansancio, molida de pies, desollada de rodillas, pero con el consuelo en el alma, y dice el misterioso número, Siete iglesias he visitado, tan apasionadamente lo dice que, o fue la devoción mucha o mucha la falta de ella.
De desahogos tales las reinas se ven privadas, principalmente si están ya grávidas, y de su señor legítimo, que por nueve meses no volverá a acercarse a ellas, regla, por otra parte, común al pueblo, pero que va sufriendo sus infracciones. Doña María Ana, como razones acrecentadas de recato, tiene además la maníaca devoción con que fue educada en Austria, y la complicidad prestada al artificio franciscano, mostrando así, o dando a entender que la criatura que en su vientre se está formando es tan hija del rey de Portugal como del propio Dios, a cambio de un convento.