Así, maltratadas las carnes, alimentadas de magro, parece que se habrían de recoger las insatisfacciones hasta la libertad pascual y que las solicitaciones de la naturaleza podrían esperar a que se limpiara de sombras el rostro de la Santa Madre Iglesia, ahora que se aproximan Pasión y Muerte. Pero tal vez la riqueza fosfórica del pescado atice la sangre, tal vez la costumbre de dejar que las mujeres corran solas por las iglesias en Cuaresma, contra lo que es uso en el resto del año, que es tenerlas en casa presas, salvo si son populares con puerta a la calle o viviendo en ésta, tan presas aquellas que se dice que salen, si son de noble extracción, para sólo ir a la iglesia, y apenas tres veces a lo largo de la vida, para ser bautizadas, casadas, sepultadas, para el resto allá está la capilla de la casa, quizá porque el dicho acostumbrado muestra, en fin, cuán insoportable es la Cuaresma, que todo tiempo cuaresmal es de muerte anticipada, aviso que debemos aprovechar, y, entonces, creyendo los hombres, o fingiendo creer, que las mujeres no hacen más que las devociones a que dijeron ir, es la mujer libre una vez sólo al año, y si no va sola, por no consentirlo la decencia pública, quien la acompaña lleva iguales deseos e igual necesidad de satisfacerlos, por eso la mujer, entre dos iglesias, fue a encontrarse con un hombre, cuál sea éste, y la criada que la guarda troca una complicidad por otra, y ambas, cuando se reencuentran ante el próximo altar, saben que la Cuaresma no existe y que el mundo está afortunadamente loco desde que nació. Por las calles de Lisboa, llenas de mujeres que visten igual, con sus velos, el refajo por encima de la cabeza, sólo una rendija apenas abierta para gestos de ojos o de labios, código general aprendido en la clandestinidad de los sentimientos y en los deleites prohibidos, por esas calles, con una iglesia en cada esquina, un convento en cada cuarterón de casas, corre un viento de Primavera que vuelve la cabeza y, no corriendo el viento, hacen su vez los suspiros, los que se desahogan en los confesonarios o en lugares cerrados propicios a otras confesiones, las de la carne adúltera, oscilando entre los bordes del placer y del infierno, ambos gustosos en estos días de mortificación, de altares desnudos, de lutos rituales, de pecado omnipresente.