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Es la Cuaresma sueño de unos y vigilia de otros. Pasó la Pascua, que despertó a todos pero condujo de nuevo a las mujeres a la sombra de las estancias y a la carga de las faldas. En casa hay unos cuantos maridos cucos

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mas lo bastante feroces para el caso de otras caídas fuera de estación. Y porque, andando, andando, hemos acabado por hablar de pájaros, es hora ya que oigamos a los canarios que, en las iglesias, en jaulas adornadas con cintas y flores, cantan locos de amor, mientras en el púlpito predica el fraile su sermón y habla de cosas que presume más sagradas. Es Jueves de la Ascensión, asciende hasta las bóvedas el canto de los pájaros, subirán o no las preces al cielo, si ellos no las ayudan, no habrá esperanza, tal vez si nos calláramos todos.


Este que por la entereza de su porte, por su aire al mover la espada y por lo disparejo de las vestimentas, aunque descalzo, parece soldado, es Baltasar Mateus, el Sietesoles. Fue licenciado del ejército por no tener ya acomodo en él, tras cortarle la mano izquierda por la muñeca, destrozada por una bala frente a Jerez de los Caballeros, en la gran entrada de once mil hombres que hicimos en octubre del año pasado y que terminó con la pérdida de doscientos de los nuestros y la desbandada de los vivos, acosados por los caballos que los españoles sacaron de Badajoz. Nos refugiamos en Olivenza, con algún botín que cogimos en Barcarrota, y poco gusto para gozar de él, que no valió la pena andar diez leguas para llegar allí y correr otras tantas para acá, dejando en el campo tanta gente muerta y media mano de Baltasar Sietesoles. Por mucha suerte o por gracia particular del escapulario que trae al pecho no se le gangrenó la herida al soldado ni le reventaron las venas con la fuerza del garrote, y, siendo hábil el cirujano, bastó con desarticularle las junturas, que ni preciso fue meter el serrucho al hueso. Le almohadillaron el muñón con hierbas cicatrizantes, y tan excelente era la carnadura del Sietesoles que al cabo de dos meses estaba curado.

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