Читаем Memorial Del Convento полностью

Con la claridad del alba se levantó. Estaba el cielo muy limpio, transparente hasta las pálidas y últimas estrellas. Era un bonito día para entrar en Lisboa, con buen tiempo para quedarse allá, o continuar luego viaje, eso se vería. Metió mano en la alforja, sacó las botas arruinadas que no se había puesto en todo el camino del Alentejo, que si se las hubiera puesto en ese mismo camino se habrían quedado, y, pidiendo a la mano derecha mañas nuevas, con el débil amparo que el muñón, aún en el primer aprendizaje, podía ofrecer, consiguió acomodar los pies, aunque más bien se diría sacrificarlos con ampollas y mataduras, tan viejo era el hábito de llevarlos descalzos, en su vida de paisano, o, en tiempo militar, cuando la soldada ni para comer daba, cuanto más para botas. No hay vida peor que la del soldado.

Cuando llegó al embarcadero, ya iba fuera el sol. Empezaba la bajamar, el patrón de la barca gritaba que iba a largar, Está la marea buena, quién embarca para Lisboa, y Baltasar Sietesoles corrió por las tablas tintineándole los fierros dentro de la alforja, y cuando un gracioso dijo que el manco llevaba las herraduras en el saco, para ahorrarlas, lo miró de través, metió la diestra y sacó el espigón, donde, ahora se veía bien, si no era aquello sangre seca era el diablo que lo fingía. Desvió los ojos el guasón encomendándose a San Cristóbal, que defiende de malos encuentros y accidentes de viaje, y no abrió más el pico desde allí a Lisboa. Una mujer, que iba con el marido por azar sentada al lado de Sietesoles, desató el fardel del almuerzo, y si a la vecindad ofreció por cortesía, pero sin voluntad de repartir, con el soldado insistió tanto que él aceptó. No gustaba Baltasar de comer ante la gente, con aquella su mano derecha que, sola, parecía una izquierda, el pan que resbalaba, el condumio que caía, pero la mujer le colocó la tajada sobre una rebanada y así, alternando el uso de los dedos con la punta de la navaja que había sacado del bolsillo, pudo comer con descanso y aseo suficiente. La mujer tenía edad para ser su madre, el hombre para ser su padre, no se trataba allí de cortejo amoroso sobre las aguas del Tajo, a las barbas del involuntario o consentidor cornudo. Sólo cierta fraternidad, pena de quien de guerras viene lisiado para siempre.

Перейти на страницу:

Похожие книги