El patrón había izado una velilla triangular, el viento ayudaba a la marea, y ambos al barco. Los remeros, frescos de la noche dormida y del aguardiente bebido, remaban seguros y sin prisa. Cuando doblaron la punta de tierra, la barca fue tomada por la fuerza de la corriente y de la bajamar, parecía un viaje hacia el paraíso, con el sol relampagueando en la superficie del agua y dos familias de atunes, unas veces una, otras la segunda, cruzando frente a la barca, oscuros sus lomos brillantes, arqueados como si imaginaran el cielo cerca y quisieran llegar a él. En la otra orilla, asentada sobre el agua, lejos aún, Lisboa se derramaba fuera de las murallas. Se veía el castillo allá en lo alto, las torres de las iglesias dominando la confusión de las casas bajas, la masa indistinta de las fachadas. Y empezó el patrón una historia, Buena fue la de ayer, si quieren que se la cuente, y todos querían, siempre era un modo de matar el tiempo, que el viaje no era corto, Pues fue, empezó el patrón, que llegó una flota inglesa, que está ahí, en la playa de Santos, y lleva tropas para Cataluña, para la guerra, con las otras que estaban aquí a la espera, pero vino también con ella un navío con unas parejas de facinerosos desterrados a las islas Barbadas, y unas cincuenta mujeres de mala vida que iban también para allá, a hacer casta, que en tierras de ésas tanto monta honrada como deshonrada, pero el capitán del barco, diablo de hombre, pensó que en Lisboa podrían hacerla mejor, y aligeró la carga y mandó poner en tierra a las mujeres, con su cuerpo gentil, que algunas vi yo, y no estaban nada mal las inglesitas. Se rió el patrón de gusto anticipado, como si estuviera haciendo sus propios planes de navegación carnal y calculando los beneficios del abordaje, se rieron a carcajadas los remeros algarbios, Sietesoles se desperezó como un gato al sol, la mujer del fardel hizo como quien no ha oído, el marido no sabía qué hacer, si reír la historia o quedarse serio, precisamente porque historias de éstas en serio ya no las podía tomar, si es que pudo alguna vez, viviendo lejos, en tierras de Pancas, donde, de nacimiento a muerte es siempre el mismo surco del arado, el propio y el figurado. Y pasando de una idea a otra, por alguna razón desconocida preguntó al soldado, Y vuecé, qué edad tiene, y Baltasar respondió, Veintiséis años.