Pasado Pegões, a la entrada de los grandes pinares donde comienza el arenal, Baltasar, ayudándose con los dientes, sujeta a la muñeca el espigón, que hará, llegado el caso y urgiendo la necesidad, veces de puñal, en tiempos que anda éste prohibido por ser arma fácilmente mortal. Sietesoles tiene, por así decir, carta de privilegio, y, doblemente armado de espigón y espada, se esconde en el camino, a la sombra de los árboles. Tendrá que matar a un hombre, de dos que quisieron robarle, aun gritándoles que no llevaba dineros, pero, llegando de una guerra donde vimos morir a tanta gente, no es caso éste que merezca resalte singular, salvo haber Sietesoles cambiado luego el espigón por el gancho para arrastrar más fácilmente al muerto fuera del camino, quedando así probadas las ventajas de ambos hierros. El salteador que, de los dos, había salido mejor librado, lo siguió aún media legua entre los pinares, y desistió al fin, y sólo de lejos le lanzó palabras de insulto y maldición, pero así como quien no cree que unas embaracen y otras ofendan.
Cuando Sietesoles llegó a Aldegalega, estaba anocheciendo. Comió unas sardinas fritas, bebió una jarra de vino, y, no llegándole el dinero para tomar posada, y sí sólo, y aun escaso, para pasar el día siguiente se metió en un tejar, bajo unos carros, y allí durmió, enrollado en el capote, pero con el brazo izquierdo fuera y el espigón armado. Pasó la noche en paz, soñando con el choque de Jerez de los Caballeros, y esta vez vencerán los portugueses porque a su frente avanza Baltasar Sietesoles, llevando en la mano diestra la siniestra cortada, prodigio que a los españoles los deja sin defensa y sin apaño. Al despertar, no había aún lucero de madrugada en el levante del cielo, sintió grandes dolores en la mano izquierda, nada sorprendentes con el espigón allí sujeto. Desató las correas y, pudiendo tanto la ilusión, y mucho más siendo noche y espesa la tiniebla bajo los carros, el no ver Baltasar sus dos manos no quería decir que no estuvieran allá. Ambas. Acomodó la alforja con el brazo izquierdo, se enroscó en el capote y volvió a quedarse dormido. Por lo menos, se había librado de la guerra. Con un trozo de carne menos, pero vivo.