Vino andando lentamente. No tiene a nadie a su espera en Lisboa, y en Mafra, de donde partió años atrás para sentar plaza en la infantería de su majestad, si padre y madre se acuerdan de él, lo creen vivo porque no tienen noticia de que esté muerto, o muerto porque no las tienen de que esté vivo. Al fin todo acabará por saberse con el tiempo. Hace sol ahora, no ha llovido, los matojos están cubiertos de flores, los pájaros cantan. Baltasar Sietesoles lleva los hierros en la alforja, porque hay momentos, horas enteras, en que siente la mano como si la tuviera aún rematando el brazo y no quiere robarse a sí mismo la felicidad de encontrarse entero y completo como enteros y completos estarán Carlos y Felipe en sus tronos, que al fin los habrá para los dos cuando la guerra acabe. A Sietesoles le basta para su contento, y mientras no mire donde le falta, la comezón que siente en la punta del dedo índice, e imaginar que está rascándose con el pulgar en el sitio donde le come. Y cuando esta noche sueñe, si a sí mismo se ve en el sueño, se verá sin que nada le falte, y podrá apoyar la cansada cabeza en las palmas de las dos manos.
También por otra interesada razón trae Baltasar los hierros guardados. Aprendió rápidamente que con ellos puestos, en particular el espigón, caen menos limosnas, la dan mezquina, aunque haya siempre quien se ve forzado a dejar caer una moneda al ver la espada que lleva a la cintura, batiéndole en el muslo, pese a que espada todos llevan, hasta los negros, pero no con este aire perfecto de quien ha aprendido a usarla, y ahora mismo si preciso fuera. Y si el número de viajeros no equilibra la desconfianza causada por aquel bulto que en medio del camino, cortando el paso, pide ayuda para un soldado a quien cortaron la mano y sólo por milagro pudo salvar la vida, si quien viene teme que la súplica pueda convertirse en ataque, siempre cae la limosna en la mano que queda, es lo que le vale a Baltasar, tener aún mano derecha.