Allí estaba Lisboa, ofrecida en la palma de la tierra alta ahora de muros y de casas. Emproó la barca a la Ribeira, maniobró el patrón para acercarse al embarcadero tras arriar la vela, y los remeros levantaron en un solo movimiento los remos del lado del atraque, corrieron los del otro lado a ayudar, un toque más de timón, un cabo lanzado sobre sus cabezas, fue como si se hubieran juntado las dos márgenes del río. Estando baja la marea, quedaba alto el embarcadero, y Baltasar ayudó a la mujer del fardel y a su hombre, aposta pisó al gracioso, que ni chistó, y alzando la pierna, en un solo impulso, se halló en tierra firme.
Había una confusión de lanchones y barcazas descargando pescado, los capataces gritaban y maltrataban de palabra, con algún revés por añadidura, a los cargadores negros que pasaban abrumados por la carga, chapoteando en el agua que chorreaba de las banastas, con la piel de los brazos y de la cara salpicada de escamas. Parecía que se hubieran juntado en el mercado todos los habitantes de Lisboa. A Sietesoles se le hacía la boca agua, era como si el hambre acumulada en cuatro años de campaña militar saltara ahora los diques de la resignación y de la disciplina. Sintió unos retortijones de estómago, buscó inconscientemente con los ojos a la mujer del fardel, dónde iría ya, y con ella su sosegado esposo, éste probablemente contemplando las hembras que pasaban, adivinando si serían inglesas y de mala vida, que un hombre precisa hacer provisión de sueños.
Con poco dinero en el bolsillo, sólo unas monedas de cobre que sonaban bastante menos que los hierros de la alforja, desembarcado en una ciudad que apenas conocía, tenía Baltasar que resolver qué pasos iba a dar de inmediato, si ir a Mafra, donde su única mano no iba a poder con la azada, que requiere dos, o a palacio, donde tal vez le dieran una limosna por la sangre vertida. Alguien le había dicho algo de esto en Évora, pero le dijeron también que era necesario pedir mucho y por mucho tiempo, con mucho empeño de padrinos, y pese a eso muchas veces se apagaba la voz y acababa la vida antes de verle el color a los dineros. En caso de urgencia, ahí estaban las hermandades limosneras y las porterías de los conventos, que daban la sopa boba y un mendrugo. Un hombre a quien le han rebanado una mano no tiene queja si aún le queda la diestra para pedir a quien pasa. O exigir con un hierro aguzado.