Baltasar Sietesoles vagabundeó por barrios y plazas toda la tarde. Fue a la sopa de la portería de San Francisco da Cidade, se informó de las hermandades más generosas en limosnas, reteniendo tres para ulterior comprobación, la de Nuestra Señora da Oliveira, donde había estado ya, que era la de los confiteros, la de San Eloy, de los aurífices y plateros, y la del Niño Perdido, por cierta semejanza que consigo encontraba, incluso no recordando haber sido niño, pero sí perdido, a ver si algún día me encuentran.
Cayó la noche, y Sietesoles fue a buscar dónde dormir. Ya entonces había hecho amistad con otro veterano, más viejo que él en años y experiencia, se llamaba éste João Elvas, ahora rufián de oficio, que se acomodaba de noche siendo suave el tiempo, en unos tejares abandonados, junto a los muros del convento de la Esperanza, al lado del olivar. Se hizo Baltasar huésped de ocasión, siempre era un amigo nuevo compaña para charlar, pero, por el sí o por el no, dando por disculpa convenirle mucho librar al brazo sano del peso de la alforja, encajó el gancho en el muñón, no queriendo asustar a João Elvas y demás compadres con el espigón, arma mortal como sabemos. Nadie le hizo mal, y eran seis bajo el tejar, y él tampoco hizo mal a nadie.