Читаем Rio Mistico полностью

– Bien, de acuerdo -respondió, y sintió que la sonrisa le temblaba en el rostro-. Comeremos algo.


Jimmy llegó a Cottage Market, la tienda de la que era dueño, a las seis y media de la mañana. Se hizo cargo de la caja registradora y de la máquina de lotería, mientras Pete llenaba las estanterías con los donuts que había traído Yser Gaswami del Dunkin' Donuts de la calle Kilmer, y con los pasteles, los cannolis y los bocadillos de salchichas de la panadería de Tony Buca. Cuando tenía un momento de calma, Jimmy vertía el café de las cafeteras en los termos enormes que había encima del mostrador y cortaba las cuerdas de los paquetes de Globe, Herald y New York Times del domingo. Colocaba las circulares y los cómics en el medio y, después, los apilaba ordenadamente dentro de las estanterías de golosinas que había debajo del mostrador de la caja.

– ¿Te ha dicho Sal a qué hora vendrá?

– No puede venir hasta las nueve y media -respondió Pete-. Se le han jodido los bajos del coche y lo ha llevado al taller. Así pues, tendrá que coger dos trenes y un autobús, y me dijo que ni siquiera estaba vestido.

– ¡Mierda!

Alrededor de las siete y cuarto, tuvieron que atender a una multitud de gente que salía del turno de noche: policías, casi todos del Distrito 9, algunas enfermeras del Saint Regina y unas cuantas prostitutas que trabajaban en los after hours, del otro lado de la avenida Buckingham en las marismas y más arriba, en Rome Basin. Aunque parecían muy cansadas, se mostraban cordiales y comunicativas, y emanaban un halo de gran alivio, como si acabaran de abandonar el mismo campo de batalla juntas, cubiertas de barro y de sangre, pero sanas y salvas.

Durante un receso de cinco minutos, antes de que la multitud que iba a la primera misa del día empezara a hacer cola delante de la puerta, Jimmy llamó a Drew Pigeon y le preguntó si había visto a Katie.

– Sí, creo que está aquí- contestó Drew.

– ¿De verdad?

Jimmy notó cierta esperanza en su propia voz y sólo entonces se dio cuenta de que estaba más preocupado de lo que había querido admitir.

– Creo que sí -dijo Drew-. Deja que vaya a mirarlo.

– Te lo agradezco, Drew.

Oyó el ruido de los pesados pies de Drew que se alejaban por un pasillo recubierto de madera mientras canjeaba dos boletos de la Loto a la señora Harmon, y tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le saltasen las lágrimas por la violenta agresión de aquel perfume de anciana. Oyó cómo Drew se encaminaba de nuevo hacia el teléfono y sintió una ligera emoción en el pecho; mientras tanto, le daba los quince pavos de cambio a la señora Harmon y le decía adiós con la mano.

– ¿Jimmy?

– Dime, Drew.

– Lo siento. La que se ha quedado a dormir es Diane Cestra. Está durmiendo en el suelo del dormitorio de Eve, pero Katie no está.

El aleteo que Jimmy había sentido en el pecho se detuvo en seco, como si se lo hubieran arrancado con unas pinzas.

– No pasa nada.

– Eve me ha dicho que Katie las dejó delante de casa alrededor de la una y que no les dijo a dónde iba.

– De acuerdo, hombre. -Jimmy intentó poner un tono de voz alegre-. Ya la encontraré.

– ¿Sale con alguien?

– Con las chicas de diecinueve años, Drew, es imposible llevar la cuenta.

– Eso sí que es verdad -asintió Drew con un bostezo-. Todas las llamadas que Eve recibe son de tipos diferentes. Te juro, Jimmy, que debería colgar una lista junto al teléfono para tenerlos controlados.

Jimmy hizo un esfuerzo por reírse y dijo:

– Bien, gracias una vez más, Drew.

– Estoy a tu disposición, Jimmy. Cuídate.

Jimmy y colgó y se quedó mirando las teclas de la caja registradora como si fueran a decirle algo. No era la primera vez que Katie pasaba toda noche fuera. Ni tampoco era la décima, joder. Ni tampoco era la primera vez que faltaba al trabajo, pero en ambos casos, solía llamar. Aun así, si había conocido a un tipo con pinta de estrella de cine y con un encanto extraordinario… Jimmy recordaba demasiado bien como se sentía él mismo a los diecinueve años y lo comprendía. Y aunque nunca permitiría que Katie pensara que estaba dispuesto a tolerarlo, en el fondo de su corazón no podía ser tan hipócrita que lo condenase.

Sonó la campana que colgaba de una cinta clavada en el extremo superior de la puerta; Jimmy alzó los ojos y vio al primer grupo de mujeres con pelo azul de peluquería que salían de rezar el rosario irrumpir en la tienda, protestando del mal tiempo, de la dicción del cura y de la basura que había en la calle.

Pete asomó la cabeza por detrás del mostrador y se secó las manos con el trapo que había usado para limpiar las mesas. Lanzó una caja entera de guantes de plástico sobre el mostrador y apareció tras la segunda caja registradora. Se inclinó hacia Jimmy y le dijo:

– Bienvenido al infierno -y el segundo grupo de apisonadoras sagradas entró pisando los talones del primero.

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