Hacía casi dos años que Jimmy no trabajaba un domingo por la mañana y se había olvidado del zoo en que podía convertirse aquello. Pete tenía razón. Todos esos fanáticos de pelo azul que iban a misa de siete y que abarrotaban la iglesia de Santa Cecilia mientras la gente normal estaba durmiendo, llevaban consigo todo ese frenesí bíblico a la tienda de Jimmy y diezmaban las bandejas de pasteles y de donuts, dejaban la cafetera seca, vaciaban las neveras de productos lácteos y se hacían con la mitad de la pila de periódicos. Se daban contra las estanterías y pisaban las bolsas de patatas fritas y los envoltorios de plástico de los cacahuetes que se les caían al suelo. Hacían sus pedidos a gritos: pasteles, Loto, boletos de rasca y gana, Pall Mall y Chesterfield, furiosamente, sin tener en cuenta en absoluto el lugar que ocupaban en la cola, Después, mientras un mar de cabezas azules, blancas y calvas asomaban tras ellos, se entretenían ante el mostrador para preguntar por la familia de Jimmy y de Pete mientras recogían el cambio exacto; no se olvidaban de coger hasta el último penique y tardaban una eternidad en quitar las compras del mostrador y apartarse para dejar paso al griterío furioso que se apiñaba tras ellos.
Jimmy no había presenciado un caos semejante desde la última vez
Pete le miró con gesto cansado y le dijo:
– Durante la próxima media hora estará un poco más tranquilo. ¿Te importa si salgo un momento y me fumo un cigarrillo?
Jimmy sonrió, volvía a sentirse bien y le recorría una especie de orgullo extraño y repentino al ver que el pequeño negocio que había montado se había convertido en una institución en el barrio.
– ¡Joder, Pete, por mí como si te quieres fumar el paquete entero!
Acababa de limpiar los pasillos, de reponer existencias en la nevera de los lácteos y de rellenar las bandejas de donuts y de pasteles, cuando repicó la campanita. Alzó la mirada y vio pasar ante el mostrador a Brendan Harris y su hermano pequeño, Ray
Echo un vistazo y se percató de que Brendan observaba las cajas registradoras desde detrás de las estanterías, como si tuviera intención de perpetrar un atraco o esperase ver a alguien. Durante un segundo de insensatez Jimmy se preguntó si tendría que despedir a Pete por cerrar tratos delante de la tienda. Pero luego se refrenó y recordó que Pete, mirándole fijamente a los ojos, le había jurado que nunca pondría en peligro la tienda de Jimmy por vender marihuana en el trabajo. Jimmy sabía que le había dicho la verdad porque, a no ser que uno fuera el mejor mentiroso del mundo, era casi imposible mentir a Jimmy cuando éste te miraba a los ojos después de haberte hecho una pregunta directa; conocía todos los tics y todos los movimientos de ojos, por pequeños que fuesen, que podían traicionarle a uno. Era algo que había aprendido al observar como su padre hacía promesas de borracho que nunca cumpliría; si uno lo había presenciado suficientes veces, reconocía al animal cada vez que intentaba volver a salir a la superficie. Así pues, Jimmy recordó que Pete le había mirado directamente a los ojos y que le había prometido que nunca traficaría en la tienda; Jimmy sabía que era verdad.