El motor ronroneaba alegremente. Ish pisó el acelerador y el auto se sacudió como si una larga inactividad lo hubiera paralizado. Sin embargo, avanzaba, obedeciendo las órdenes de Ish. Ish frenó y el jeep se detuvo. Pero se había movido, y lo que era también importante, se había detenido.
La alegría de Ish se transformó en exaltación. ¡No era un sueño! Si en un solo día un hombre y tres muchachos habían devuelto la vida a un jeep, ¿qué no podría hacer la Tribu en algunos años?
Los muchachos soltaron un tiro de perros y ataron el cochecito a uno de los otros. Ish, con Joey a su lado, arrancó valientemente.
En las calles había montones de escombros, que el viento había cubierto con polvo y hojas. Después de las lluvias invernales, esos montones, donde crecía una hierba espesa, parecían bancos y montículos naturales. Ish marchaba en zigzag. Se acercaba a la meta cuando chocó con un ladrillo y se oyó un estallido. El neumático trasero de la izquierda había reventado. Ish siguió dando tumbos, y al fin llegó poco antes que los cochecitos. A pesar de ese último accidente, el viaje había sido un éxito.
Detuvo el jeep frente a su casa y se reclinó en el asiento, aliviado. Tocó la bocina y después de un silencio de tantos años se oyó el viejo sonido estridente.
Esperaba que grandes y pequeños acudirían de todas partes atraídos por el raro sonido; pero no apareció nadie. Sólo respondió un concierto de ladridos. Los perros de los coches, que alcanzaban en ese momento la cima de la loma, se unieron al coro.
Ish sintió un raro desasosiego. Una vez, hacía muchos años, había entrado en una ciudad desierta y había hecho sonar la bocina. Y ahora parecía que la pesadilla se repetía otra vez. Pero la impresión duró unos pocos segundos.
Mary, con su bebé en brazos, salió sin prisa de una casa en el extremo de la calle, y saludó con la mano.
—¡Se fueron a la corrida de toros! —gritó.
Los muchachos sólo pensaron entonces en unirse al juego. Soltaron los perros y se fueron corriendo sin pedirle permiso a Ish. Joey, curado de su indigestión, los siguió. Ish se sintió bruscamente solo y abandonado. Sólo Mary vino a admirar el coche. Lo contempló, muda, con los ojos muy abiertos, tan inexpresivamente como el bebé.
Ish saltó del jeep y se desperezó. Tenía las piernas entumecidas, y los tumbos le habían dejado dolorida la espalda enferma.
—Bueno —dijo, con orgullo en la voz—, ¿qué te parece, Mary?
Mary era hija suya, pero no se parecía a él ni a Em, y su estupidez lo irritaba a menudo.
—Muy bien —respondió ella con su habitual falta de entusiasmo.
—¿Dónde es la corrida? —preguntó Ish.
—Cerca del nogal grande.
Se oyeron unos gritos lejanos. Alguien, sin duda, había esquivado una embestida del toro.
—Y bueno, iré a admirar el deporte nacional —dijo Ish, aunque sabía que era una ironía malgastada.
—Sí —dijo Mary, y con el niño en brazos se volvió hacia su casa.
Ish descendió la loma y atravesó un prado que en otro tiempo había sido el patio de alguien. ¡El deporte nacional! Su entrada triunfal había sido un fracaso, y no podía dejar de sentir cierta amargura. Otro grito indicó que alguien acababa de escapar apenas a los cuernos del toro.
El juego era peligroso, aunque nadie había muerto todavía, ni había sido herido de gravedad. Ish lo desaprobaba, pero no se atrevía a oponerse. Los muchachos tenían exceso de energías y quizá sentían la necesidad del peligro. La existencia era en San Lupo demasiado serena y monótona. Recordó a Mary. ¿Cómo no volverse insensible en aquellas condiciones? Los niños atravesaban las calles sin temor a los autos, y habían desaparecido también muchos otros peligros de la vida cotidiana; los resfriados, por ejemplo, y las bombas atómicas. Naturalmente, como gente que vivía al aire libre, y usaba hachas y cuchillos, conocían las magulladuras y heridas. Mary se había quemado una vez las manos, y un día un niño de tres años se había caído del muelle, ahogándose casi.
Ish llegó a un espacio que en otro tiempo había sido un parque, cerca de la roca que servía de calendario. El toro estaba en el centro de un prado que apenas merecía ese nombre. La hierba, de treinta centímetros de altura, no conocía otros jardineros que los ciervos y las vacas.
Harry, el hijo de Molly, de quince años, era el torero. Lo secundaba Walt, que “jugaba en la retaguardia”, término deportivo heredado de los viejos días. Ish no era un experto, pero le bastó una mirada para saber que el toro no era peligroso. Era un Hereford de raza casi pura, rojo, y con manchas blancas en la frente. Estos toros vivían en libertad desde hacía varias generaciones y eran ahora de patas más largas, más delgados, y de cuernos más grandes. En ese momento el juego languidecía un poco. El toro, fatigado, miraba indeciso a Harry, que lo provocaba sin éxito.