Aunque insistentemente tranquilizada por el confesor, tiene Doña María Ana, en estas ocasiones, grandes escrúpulos de alma. Retirados el rey y los gentileshombres, acostadas ya las damas que la sirven y protegen su sueño, siempre piensa la reina que sería obligado levantarse para sus últimas oraciones, pero, obligada por los médicos a hacer la clueca, se contenta con murmurarlas hasta el infinito, pasando cada vez más lentamente las cuentas del rosario, hasta que se queda dormida en medio de un Dios te salve María llena eres de gracia, al menos a ella le fue todo tan fácil, bendito sea el fruto de tu vientre, y es en el de su ansiado propio en el que piensa, al menos un hijo, Señor, al menos un hijo. De este involuntario orgullo nunca se confesó, por ser distante e involuntario, tanto que si fuera llamada a juicio juraría, con verdad, que siempre se había dirigido a la Virgen y al vientre que ella tuvo. Son meandros del subconsciente real, como aquellos otros sueños que siempre Doña María Ana tiene, a ver quién los explica, cuando el rey viene a su cuarto, que es verse atravesando el Terreiro do Paço hacia la parte de los mataderos, levantando la falda por delante y patinando en un cieno aguado y pegajoso que huele a lo que huelen los hombres cuando descargan, mientras el infante Don Francisco, su cuñado, cuyo antiguo cuarto ahora ocupa, y algún hechizo queda de él allí, danza a su alrededor, alzado en zancos, como una cigüeña negra. Tampoco de este sueño dio nunca cuenta al confesor, y qué cuentas le iba a dar él a su vez, siendo, como es, caso omiso en el manual de la perfecta confesión. Quede Doña María Ana en paz, dormida ya, invisible bajo la montaña de plumas, mientras las chinches empiezan a salir de las hendeduras, de las dobleces, y se dejan caer desde lo alto del dosel, haciendo así más rápido el viaje.
También Don Juan V soñará esta noche. Verá alzarse de su sexo un árbol de Jessé, frondoso y poblado todo de los ascendientes de Cristo, hasta al mismo Cristo, heredero de todas las coronas, y después disiparse el árbol y en su lugar alzarse, poderosamente, con altas columnas, torres de campanas, cúpulas y torreones, un convento de franciscanos, como se puede ver por los hábitos de fray Antonio de San José, que está abriendo, de par en par, las puertas de la iglesia. No es vulgar en reyes un temperamento así, pero de ellos Portugal siempre ha estado bien servido.