Se han acostado ya. Ésta es la cama que vino de Holanda cuando la reina vino de Austria mandada hacer de propósito por el rey, la cama, a quien costó setenta y cinco mil cruzados, que en Portugal no hay artífices de tanto primor, y, si los hubiera, sin duda ganarían menos. Para un mirar distraído, ni se sabe si es de madera el magnífico mueble, cubierto como está por la armazón preciosa, tejida y bordada de florones y relieves de oro, eso por no hablar del dosel, que podría servir para cubrir al papa. Cuando la cama fue aquí puesta y armada aún no había en ella chinches, tan nueva era, pero después, con el uso, el calor de los cuerpos, las migraciones en el interior del palacio, o de la ciudad para adentro, que de dónde viene esta ventregada de bichejos es algo que no se sabe, y siendo tan rica de materia y adorno no se le puede aproximar un trapo ardiendo para quemar el enjambre, y no hay más remedio, aun no siéndolo, que pagar a San Alejo cincuenta reis al año, a ver si libra a la reina, y nos libra a nosotros todos, de la plaga y el picor. En noches que viene el rey, las chinches tardan más en empezar a atormentar, por mor del bullicio de los colchones, que son bichos que gustan de sosiego y gente adormecida. Allá en la cama del rey hay otros a la espera de su quiñón de sangre, que no la encuentran ni mejor ni peor que la otra de la ciudad, azul o natural. Doña María Ana tiende al rey la manita sudada y fría, que incluso tras calentarse al cobijo del edredón se hiela pronto en el aire gélido del cuarto, y el rey, cumplido ya el débito, y esperándolo todo del convencimiento y creativo esfuerzo con que lo cumplió, se la besa como a reina y futura madre, si no es que fray Antonio de San José ha ido demasiado lejos en su presunción. Es Doña María Ana quien tira del cordón de la campanilla, entran por un lado los gentileshombres del rey, por otro las damas, flotan olores diversos en la atmósfera pesada, uno lo identifican fácilmente, que sin lo que lo causa no son posibles milagros como el que esta vez se espera, porque la otra, la tan comentada, incorpórea fecundación, fue una vez y no sirva como ejemplo, sólo para mostrar que Dios, cuando quiere, no precisa de los hombres, aunque no pueda dispensarse de mujeres.